Campo abierto


Campo abierto 


Hará unos trece o catorce años, nos invitaron a mi entonces esposo y a mí a una boda. Se casaba un muy buen amigo suyo con una chica de Morelos quien, curiosamente, en algún momento había vivido en mi casa (en la parte que ahora rentamos por Airbnb) durante un año, cuando se había mudado a la Ciudad de México para empezar sus estudios universitarios.


Sin embargo, nunca tuve realmente mucho contacto con ella y, al amigo de mi ex esposo, tampoco lo conocía yo muy bien, por lo que esa boda no tenía para mí un gran significado afectivo. Simplemente iba yo a pasar un buen rato. Fue en parte por eso, yo creo, que me sorprendió mucho lo que me sucedió durante la ceremonia religiosa: en uno de los momentos de la misa en los que hay que arrodillarse, recuerdo que, de repente, y de la nada, me embargó una emoción muy fuerte y de mi corazón, surgió la siguiente oración: “Dios, toma mi vida, haz con ella lo que quieras”. 

Así, escritas, y sin la emoción profunda de aquel momento, estas palabras podrán parecer un cliché, o sonar huecas. Pero para mí, fue la primera vez en que solté el “control”, sincera y totalmente, de mi futuro, del rumbo de mi vida, además, con la plena conciencia de que en ese “haz de mi vida lo que quieras”, iba implícito: “Si me la quieres quitar más pronto que tarde, adelante…”.

Cuando pasó esto, llevaba yo relativamente poco tiempo de haberme casado, y aunque  mi matrimonio no era de los más “fáciles de llevar”, de ninguna manera podría yo decir que era infeliz. De hecho, en aquel momento, me encontraba yo convencida de querer seguir casada y echándole ganas a la relación, al trabajo y a las otras áreas de mi vida, para en en un futuro “tener familia”, alcanzar una mayor estabilidad económica, etc., en pocas palabras, seguir persiguiendo y acumulando los elementos que, supuestamente, hacen una vida “feliz” .

En retrospectiva, y lo digo sin sarcasmo, me queda claro que efectivamente, Dios me tomó la palabra e  “hizo lo que quiso” con mi vida. A continuación, algunas de las cosas por las que he pasado en los últimos trece o catorce años:

·        Tuve a mi hijo, un niño sano, tierno, inteligente, geniudo y bastante contreras, después de un embarazo pesado pero bendecido en muchos sentidos. Que “un hijo crezca a mi lado” ha sido algo maravilloso, un verdadero milagro, una fuente inagotable de amor y asombro, y a la vez, todo un reto, el mayor reto de todos. Creo que no hay nada como tener un hijo para hacernos sentir a veces totalmente incompetentes y vulnerables; para nada a la altura de lo que esa “persona en formación” nos exige y necesita de nosotros.

·        Me divorcié (o me divorciaron) a los seis años de casada y me tomó tres años recuperarme del shock, y otros más de intentar manejar lo mejor posible la relación post-divorcio (que con frecuencia era pesada y estresante) con mi ex esposo, con miras a poder seguir apoyando y guiando a nuestro hijo.

·        Aunque seguí siendo maestra, me vi obligada a adaptarme a los cambios que se fueron dando en mi entorno; para esto, tuve que aprender nuevas técnicas, conseguir y crear material distinto y original, buscar clientes nuevos y trabajar en contextos que hasta entonces me eran ajenos. En este proceso, aprendí mucho, me fortalecí en el ejercicio de mi profesión y conocí a muchos alumnos interesantes y amables.

·        Me dieron, en momentos distintos, dos crisis terribles de ataques de pánico, que han sido, definitivamente, y por mucho, lo peor que me ha tocado vivir en mi vida adulta y que no le desearía ni a mi peor enemigo... ¿Bueno, para qué ser hipócrita a principios de año? Digamos, que fueron tan horribles que a mi vecina loca, la que nos mandó intimidar y golpear, a ella sí le desearía mis ataques de pánico, que por cierto, me incapacitaron, al grado de no poder trabajar durante dos meses y medio en total.

·        Murió mi papá de enfisema pulmonar. Llevaba yo unos seis años de no verlo y las cosas se dieron como me había imaginado que sucederían; un día alguien me llamó para avisarme que estaba moribundo. No alcancé a verlo vivo y ya tampoco lo quise ver muerto. Curiosamente, el hecho de que ya no esté aquí, me ha traído paz y consuelo, en el marco de lo que siempre fue una relación de ausencia, de gran dolor, pero también de mucho amor (casi siempre no expresado) entre ambas partes.

·        Conocí  nuevos amigos y dejé de ver a otros, a quienes, sin embargo, aún estimo y con quienes sigo en contacto a través de las redes sociales. Con otros, tuve diferencias que me hicieron dejar de frecuentarlos.

·        Adopté a cinco perros callejeros y despedí también a cinco (cuando los tuvimos que dormir ya que en la vejez se enfermaron y sufrían).

·        Hice algunos viajes bonitos, leí libros interesantes y escuché buena música.

·        He seguido cocinando mucho y experimentando con nuevas recetas e ingredientes; en últimos años, empecé a investigar y preparar recetas veganas.

·        Viví muchos momentos de mucha paz,  sola o acompañada de amigos. También pasé, en cuanto al tema de la 'búsqueda de pareja', por momentos de una soledad muy profunda, de una muy dolorosa necesidad de compañía.

·        Me diagnosticaron una enfermedad del sistema nervioso autónomo que, aunque en mi caso particular, no se manifiesta con síntomas tan graves ni limitantes, sí ha implicado aprender a vivir en una “nueva normalidad”, convivir con algunas sensaciones que pueden ser desde raras hasta desagradables e incómodas, así como intentar cambiar ciertos hábitos, con el objetivo de sentirme lo mejor posible con la cantidad variable de energía que tengo según los días, que oscilan entre buenos, malos y regulares.

·        Hicimos, mi mamá y yo, lujo de “creatividad financiera”, al acondicionar parte de nuestro departamento para hospedar huéspedes a través de Airbnb, cosa que ha sido muy positiva en muchos sentidos, aunque no deja de causarnos a veces cierta incomodidad.

·        Me enamoré dos veces (por cierto, una de esas personas me ha hecho, y me sigue haciendo, cuestionarme y replantearme gran parte de los puntos de vista desde los cuales entendía y entiendo el mundo y mi lugar en él) y, como dice una amiga muy querida, tuve mis “queveres” con una que otra persona más. También chateé, conocí y/o salí a tomar café o un trago con varias personas (demasiadas para mi gusto), que si las juntara, no harían ni media que valiera la pena… ¿Cómo olvidar a aquél “prospecto” con quien quedé de verme en un Starbucks,  quien, después de saludarme, sacó de su cartera un billete de 200 pesos y me lo dio diciéndome “Toma, cómprate algo”, después de lo cual se fue a sentar, de espaldas a mí, y se puso a ver su celular, los diez minutos durante los que estuve parada en la fila de la caja? O a aquel otro, finísima persona, quien después de chatear conmigo durante menos de dos minutos, me invitó a que nos conociéramos mejor, con un “¿Quieres coger?”.

·        Pasé por un proceso largo y a veces difícil de introspección que poco a poco empezó a dar lindos frutos, mismos que había yo buscado por mucho tiempo y que se pueden resumir en la posibilidad de llevar conmigo misma; con mi cuerpo, mis emociones y mis pensamientos, una relación de mayor respeto, compasión e incluso de cariño.

·        Encontré un día en Gandhi, en la sección de espiritualidad, un libro, yo creo el más chiquito, el de la edición más vieja, el menos pretencioso, pero que me cambió la vida porque me abrió de par en par la puerta hacia una conciencia cada vez más clara y simplemente imborrable de lo que es mi verdadera naturaleza, que es la de todos nosotros y de todo lo que nos rodea. Esto, a su vez, me ha traído más paz, más alegría y más libertad de las que algún día me podría haber imaginado y es lo que me anima en estos, mis intentos (que seguido me parecen desde tontos hasta pretenciosos) de escribir sobre “el brillo escondido de todo”, porque siento que es algo valioso que tengo que compartir. Algo chistoso, he prestado ese libro (‘Vivir sin cabeza’ de Douglas Harding) pero creo que no ha tenido sobre las personas a quienes se lo recomendé, el mismo efecto que tuvo en mí.

Estas son algunas cosas de las que me acuerdo ahora, algunos puntos de la narrativa que he construido sobre mi vida y que por supuesto no abarcan ni dan cuenta de la vasta realidad de lo que es/ha sido mi experiencia en este mundo… Así es la vida de cualquier persona; un sinfín de instantes, experiencias, reflexiones, sensaciones y emociones.

Aprovechando que estamos, de cierta forma, empezando un nuevo ciclo, quisiera, a la luz de este breve recuento de mis últimos trece o catorce años,  formular un deseo de año nuevo para ustedes, y que es también el deseo que hago para mí misma:

Que en este 2019, con/sin expectativas y/o propósitos de año nuevo, y al mismo tiempo, más allá de ellos, se nos dé el regalo de explorar, de preguntarnos si la vida que consideramos ser nuestra y que incluso podemos entregar en un acto genuino de confianza y fe profundas, es en sí  nuestra o no. 

Ver si esa persona a la que creemos conocer tan bien, ese nombre e identidad con quienes hemos ido aprendiendo a identificarnos a lo largo de los años, tiene o no una existencia real/sólida.

Preguntarnos si lo que consideramos nuestra vida (lo que nos sucede, lo que pensamos, lo que sentimos), no es algo así como el correr imparable e interminable de un río por su cauce. Tal vez eso seamos nosotros; el cauce de un río, soporte misterioso, por el que todo pasa, tanto lo “bueno” como lo “malo”. 

Que nuestro nombre, nacionalidad, profesión, sexo, historia de vida, etc. no sean más que vagos puntos de referencia que nos permitan funcionar en este mundo, y no la definición profunda de quienes somos. Más bien, que nuestra vivencia de nosotros mismos pueda ser de  CAMPO ABIERTO, sin barreras de ningún tipo.

Espero que este deseo no se les haga muy raro, ni tampoco de plano muy chafa…

 La verdad es que, desde mi punto de vista, es lo más valioso que les puedo desear y ofrecer. Cuando nos damos cuenta, no como una cuestión de “cocowash” sino más bien de una experiencia profunda, de que la persona que creemos ser no tiene solidez real, lo que se abre ante nosotros, no es como pudiéramos pensarlo, un abismo de angustia y desesperación, sino, por el contrario, un horizonte infinito de paz, de alegría y de asombro. 

Cuando vamos viendo que tal vez no haya nada de fondo que cambiar, nada de fondo que modificar, lo que queda es pura libertad; libertad de simplemente presenciar, LO QUE  VENGA: situaciones, lugares, personas, nuestros propios sentimientos y pensamientos… Como dice el poema de Fernando Pessoa, desde este punto de vista: “no hay misterio en el mundo y todo vale la pena”…

Hace un año, una madrugada, tuve que llevar a mi hijo de emergencia al hospital porque no paraba de vomitar. Lo atendieron rápido y muy bien pero antes de que lo inyectaran para ponerle el suero, me pidieron que me retirara, yo creo, para que se dejara atender sin ponerse a llorar. Cuando vi su cara de miedo, y al sentir mi propia angustia, no le dije algo del tipo, ‘va a ser rápido’, o ‘no te va a doler’. Lo que me nació decirle fue: ‘Sé valiente’.

De igual manera, a veces todos tenemos que ser, o intentar ser, valientes y ecuánimes, en especial cuando lo que se presente sea dolor, angustia, decepción, cansancio…Valientes para soportar, sin juzgar ni buscar huir, todo lo desagradable que se pueda presentar. Si logramos esto, nos daremos cuenta de que incluso en el dolor hay paz. 

Otra recompensa será que los momentos de alegría, de placer, de bienestar, los viviremos de manera más centrada y profunda. 

Cuando no hay prisa por llegar a ningún lado, ni por modificar ninguna circunstancia, ya sea interna o externa, ni por “ser mejores”, sobra tiempo, sobra calma y sobra atención para simplemente observar y absorber la belleza y la magia de cada instante. Y eso es libertad, y gracia también.

¡Feliz año! Que en  2019, como dice el autor de 'Vivir sin cabeza', seamos 'CAPACIDAD PARA EL MUNDO'.


Encuéntrame en Instagram: manzana_iridiscente12

o escríbeme a theiridescentapple@yahoo.com

Créditos fotos (ambas en unsplash.com):

1. Jan Tonellato
2.Jason Abdilla






Comentarios