En memoria de Alpu, perrito suertudo.
En memoria de Alpu, perrito suertudo.
Este pasado martes, 16 de enero,
llevé a mi perrito Alpu a la veterninaria, a que lo “durmieran”. Ya sabía yo
que no le faltaba mucho y ese día, me desperté muy temprano, preocupada por él
y simplemente supe que la decisión no
podría pasar de ese día.
Llevaba
ya varias semanas mal, pero durante las últimas 48 horas, su deterioro había
sido rápido y muy notorio. Me explicó la doctora que el pobrecito ya traía una
falla renal muy pronunciada y que realmente no había nada más que hacer para
ayudarlo, a no ser evitarle sufrimientos mayores y totalmente innecesarios.
Fue muy
triste la despedida. Desde que nos pasaron al consultorio empecé a llorar,
porque ya sabía lo que iba a pasar. Fueron muy lindos todos en la clínica, como
siempre lo han sido, conmigo y con los varios perros a los que he llevado a
consulta y a diversos tratamientos, en todos estos años. Me dijeron que me tomara
mi tiempo y me dieron privacidad para despedirme de mi perrito lindo. Lo
abracé, le di besos, le agradecí por todo su cariño, le dije que se fuera en
paz y le pedí a Dios que lo recibiera en su
infinito amor.
Fue
difícil, aunque también es cierto que el hecho de haber despedido a seis
perritos amados tan sólo en años recientes me ha hecho más acolchonado el
corazón, y aunque siempre duele, la pena es menos aguda. Por otro lado, verlo ya
tan mal me dejó claro que decidir que terminara
su vida en ese momento era realmente la única vía que me quedaba. Eso también
en cierto modo alivió un poco mi dolor, aunque la verdad es que tan sólo de
releer estas líneas y recordar ese día, se me llenan los ojos de lágrimas.
El día
que le dije adiós a mi Alpu,
curiosamente me acordé de que cuando era niña o preadolescente, en algún lado escuché que los animales no tenían alma y que, por lo mismo, al morir no
“se iban al cielo”, como supuestamente lo hacen los seres humanos. Recuerdo
haberle dado muchas vueltas a ese asunto, sintiéndome angustiada y enojada. Me parecía algo completamente injusto.
Ahora,
muchos años después, me queda claro que ese tipo de conjeturas y conclusiones
estériles son lo que puede volver a las religiones una total pérdida de tiempo,
y no sólo eso, sino también, una manera de justificar ideas y concepciones del
mundo que no hacen más que perpetuar un orden desigual y cruel, así como una
ilusión de separación y de superioridad del ser humano ante el resto de la
creación y/o de dominio de ciertos grupos de personas sobre otros.
Hoy en
día, sé en lo más profundo de mí misma, tal vez mediante una cierta intuición o
más bien una percepción nueva de las cosas, sin con esto querer decir
“comprensión”, que Alpu sí fue recibido en el infinito amor de Dios y que, más
allá del dolor de ver a un pequeño ser querido en un estado de enfermedad,
deterioro y sufrimiento y del shock y la incomprensión que ineludiblemente
causa la realidad de la muerte, el hecho de que una vida llegue a su fin
encierra un gran misterio, detrás del cual presiento que hay alegría, plenitud, restitución… Son
las palabras que me vienen a la mente y que tengo en el corazón.
Es
mucho lo que quisiera escribir sobre los varios perros que he tenido en la
vida, y sobre todo lo que han representado para mí. Seguramente retomaré este
tema en entradas futuras; pero en este post escribiré lo que me viene a la
mente al pensar en Alpu.
Creo
que en general fue un perrito suertudo. Nos lo encontramos en nuestra calle,
hace más o menos ocho años, mi entonces marido, mi hijo y yo. Íbamos a dar una
vuelta, con mi hijo en la carriola, cuando lo vimos, acostado, recargado contra
un muro, cansado, flaco, sucio… Lo miramos pero nos seguimos de largo. Sin embargo, como
en varias ocasiones me ha pasado, unos cuantos metros más adelante, nos
detuvimos y volvimos hacia él. No recuerdo bien cómo le hice para ganarme un
poco de su confianza, pero acabé cargándolo hasta la casa. Igual que varias veces
antes, la idea era “buscarle” un hogar. Realmente no sé si en algún momento me
la he creído. La verdad es que la mayoría de los perritos a los que he recogido de
la calle se han terminado quedando conmigo.
Supongo
que lo primero que hice fue darle de comer y bañarlo. También le hicimos una
camita en el baño de nuestro estacionamiento, pero el pobrecito estaba tan
asustado, que pasó los primeros días escondido abajo del coche, por lo que
terminó casi igual de sucio que cuando lo encontramos.
Pero
poco a poco fue perdiendo el miedo y teniéndonos más confianza. También ayudó
que tuviérmos otra perrita, Frida, muy alegre y juguetona; pronto se hicieron amigos. Me di cuenta de
que era un perrito muy amoroso y un poco asustadizo. Le puse Alpu, por otro
Alpu que tuve sólo durante unos días. Unas alumnitas mías lo habían encontrado
y como era muy blanco, prácticamente albino, le habían puesto Alpura (una marca de leche en México). Como se
iban de viaje y no sabían con quién dejarlo, me ofrecí a cuidarlo, pero cuando
regresaron, su mamá me dijo en pocas palabras, que no quería que le devolviera
yo al perrito. Total, por suerte, la persona que en ese momento trabajaba en mi
casa, se lo llevó a su ciudad natal, como regalo para su papá. En los pocos
días que pasó aquí en la casa, le cambié el nombre de Alpura a Alpu, y como me
gustó, decidí ponérselo a ese nuevo perrito, que por cierto, también
era blanco.
Cuando
mi hijo empezó a ir al kínder, esto ya después de mi divorcio, adoptamos mi
mamá y yo, la costumbre de dejarlo en la escuela y de ahí, irnos a caminar
durante unos cuarenta y cinco minutos. Y en esas caminatas, nos acompañaban
Alpu y Frida.
Una
mañana, ya de regreso, pasamos al súper y, como ya lo habíamos hecho
anteriormente, dejamos a los perritos a la
entrada, bien amarrados, en lo que comprábamos dos o tres cosas.
Aunque
no nos tardamos, fue tiempo suficiente
para que alguien los soltara, por pura maldad. No me explico de otra manera cómo se habrían
podido liberar, AMBOS. Cuando salimos del supermercado, seguían por ahí,
husmeando el pastito de la banqueta. Cuando los llamé, Frida se quedó
tranquilita donde estaba pero Alpu se soltó corriendo como loco, por el
camellón de la avenida en la que normalmente hacíamos nuestras caminatas.
Yo lo
seguí, corriendo lo más rápido posible y llamándolo, pero cada vez se alejaba
más, hasta que lo perdí de vista. Igual seguí corriendo, desesperada. Dos o
tres veces, alguien que venía caminando
en sentido opuesto me decía que lo había visto. Una persona me dijo: “¿Va tras
un perrito blanco? Híjole, ya va bien lejos…”
Después
de haber corrido unas cinco o seis cuadras grandes, tomé un taxi pero no sirvió
de nada; fuimos hasta el final de la avenida pero no lo encontré. Acabé llorando, con el chofer tratando de calmarme.
Pasaron casi dos días; yo oscilaba entre la angustia de imaginarme a Alpu hambriento, con
frío, herido o muerto, y la resignación de nunca más volver a saber de él.
Aunque en algún momento les había mandado hacer plaquitas a todos mis perros,
poco o poco las habían ido perdiendo y no me había dado a la tarea de
reponerlas.
Lo que
cambió todo fue que, más por desahogarme que por otra cosa, escribí en Facebook un comentario sobre lo que había pasado. Casi inmediatamente, Maralde,
una de mis mejores amigas, igual muy animalera, me pidió que le mandara una
foto de Alpu. Tan pronto como la recibió, se movilizó; hizo un cartel virtual, lo
compartió con otras amigas, igual de comprometidas que ella con la causa animal
y lo publicó en distintas páginas enfocadas en promover, entre otros temas, la adopción responsable de mascotas.
Aunque
me sentía muy agradecida con ella, la verdad es que no tenía muchas esperanzas.
Me imaginaba que se necesitaría mucha
suerte para que a mi Alpu lo encontrara una persona, no sólo que fuera buena,
sino a la que además se le ocurriera tomarle fotos y subirlas a internet.
Por
esos mismos días, Vianka, otra de mis mejores amigas, también enamorada de
gatos y perritos, me llevó a dar vueltas por la Condesa porque alguien me había
dicho que había visto por esos rumbos un perrito cuyas características coincidían con las de Alpu.
Algo
curioso me pasó en esos días de incertidumbre. Aunque, como lo comenté, por un
lado mi esperanza de volver a saber de Alpu era muy baja, por otro, de repente me
llegaba una intuición rara, como ocasionalmente me pasa, de que todo iba a
terminar bien, concretamente, de que lo íbamos a encontrar.
Y así
fue. Como al tercer o cuarto día, recibí una llamada de alguien que me dijo que
había visto en internet unas fotos de un perrito rescatado que se parecía al del
cartel que había hecho Maralde. Acto seguido, me mandó las fotos y cuando le dije
que sí era Alpu, me envió el contacto de la persona que lo tenía.
Reconstruyendo
los acontecimientos, el día en que se perdió, Alpu alcanzó a correr unas siete
cuadras sobre el camellón, antes de que, al intentar cruzar la calle, una
camioneta lo golpeara, lastimándole una de sus patas. Un joven que iba
corriendo por esa misma calle, presenció el accidente, se acercó al lugar, y al
ver que el perro ya no estaba allí, literalmente, siguió sus huellitas de
sangre hasta que dio con él, acostado frente al portón de una casa.
Por
otro lado, una joven que estaba buscando lugar de estacionamiento por ahí, vio
a mi Alpu ya lastimado y sin dudarlo, lo socorrió. Ella misma me dijo que
además de la sangre, el pobrecito estaba ya también sucio de excremento, porque
por el susto y el dolor había perdido el control de sus esfínteres.
Para esos momentos, ya había llegado también
el joven que había seguido a Alpu y dos se pusieron de acuerdo para que a mi
perrito lo atendieran lo antes posible.
La joven entonces llamó a una estética canina
cercana, donde ya la conocían porque seguido llevaba ahí a su perrita. Poco
rato después, llegó al lugar una ambulancia que se llevó a Alpu a una clínica de la colonia Condesa,
asociada a la estética.
Es
curioso, pero en retrospectiva, me di cuenta de que Vianka y yo no andábamos
tan lejos de Alpu mientras lo buscábamos en la Condesa.
En
efecto, mi perro no sólo se encontró con una persona buena, sino con dos, que
además de todo lo que hicieron por él, también pensaron en tomarle fotos y
subirlas a Internet…
Después
de ponerme en contacto con esta chica, fuimos mi hijo y yo a la clínica a ver a
nuestro Alpu, sabiendo sin embargo, que no nos lo podríamos llevar ese día
porque aún seguía delicado de sus heridas.
El
reencuentro fue muy emotivo, y no sólo para mí, porque Alpu se me pegó y
constantemente ponía su cabecita bajo mi brazo.
Por suerte sus heridas no habían pasado de unos raspones fuertes en los
colchones de una de sus patas.
Unos días después, me encontré con la chica que lo rescató, justo en la estética veterinaria desde donde había llegado el apoyo para Alpu. Al joven nunca lo conocí personalmente, pero le hablé por teléfono para agradecerle todo lo que había hecho por mi perro. Cuando les pregunté cuánto habían gastado con Alpu para reembolsárselos, ambos se negaron categóricamente a aceptar ningún tipo de compensación de mi parte. En los meses siguientes, la chica todavía me mandó dos o tres mensajes preguntando por Alpu.
Unos días después, me encontré con la chica que lo rescató, justo en la estética veterinaria desde donde había llegado el apoyo para Alpu. Al joven nunca lo conocí personalmente, pero le hablé por teléfono para agradecerle todo lo que había hecho por mi perro. Cuando les pregunté cuánto habían gastado con Alpu para reembolsárselos, ambos se negaron categóricamente a aceptar ningún tipo de compensación de mi parte. En los meses siguientes, la chica todavía me mandó dos o tres mensajes preguntando por Alpu.
Incluso en una vida sencilla, que muchos considerarían insignificante, como es la de un perro, puede haber fuertes emociones, golpes de suerte y peripecias.
Después
de esa aventura, Alpu retomó su rutina de comer, dormir y pasear. Cuando se
murió Frida, entabló amistad con Toby, otro perrito rescatado, que vivía y
sigue viviendo, con nosotros dentro del departamento. Y a partir de ese
momento, también nos acercamos más aún él y yo. Me seguía a todas partes,
incluso al baño. A veces, como ilustran muchos memes, evitaba yo moverme o
levantarme, ya fuera para no despertarlo o para evitarle el esfuerzo de saltar
de la cama, seguirme y volverse a subir después.
Nunca
le di lujos, como tampoco a ninguno de mis otros perros; nada de croquetas
caras, suetercitos ni correas de Maskota, consultas por cualquier motivo, peluqueadas ni
baños en la clínica. Para eso, nunca ha alcanzado el dinero en nuestra familia
numerosa. Pero comida, una cama, atención médica en caso de enfermedad, respeto
y mucho cariño, eso siempre lo tuvo.
Le
agradezco a mi mamá, quien también se ha ocupado, a veces de buenas, otras ya
exasperada, de todos mis perros, siempre al pendiente, bañándolos,
curándolos, e incluso inyectándolos
cuando ha sido necesario.
Una de las muchas cosas que he ganado con el hecho de adoptar varios perritos, además obviamente, de su
compañía y del enorme cariño que saben dar como nadie, ha sido justamente la
posibilidad de conocer mucha gente buena, empática y desinteresada; los que
recogen perritos atropellados o los salvan del antirrábico, quienes comparten
fotos y anuncios de animales perdidos, encontrados o que buscan hogar y los
veterinarios, todos amables, modestos, generosos con su tiempo y sus
conocimientos y más “humanos” que algunos doctores, de quienes he sido
paciente.
Podría
citar muchos ejemplos de pequeños y grandes actos de bondad, que me ha tocado
vivir en estos años de recoger, adoptar y cuidar perritos, y confieso que
recordarlos es para mí un contrapeso a todo lo triste, trágico e incluso
monstruoso, de lo que es capaz el ser humano. Parafraseando a Helen Keller, es
indudable que este mundo está lleno de sufrimiento, pero es cierto que también
abundan situaciones en las que se le supera y se le vence.
En
estos días de estarme acordando de Alpu, no sólo de sus últimos momentos, sino de
todos los años que pasó con nosotros, también me han venido a la mente
recuerdos de todos los perros que he tenido, desde que era niña.
Pensé
en Natasha, mi perrita Siberian Husky, a la que tanto quería pero a quien
acabamos regalando, porque un departamento no era el espacio indicado para un
animal de su tamaño ni de su nivel de energía. Era yo muy joven y terminé
cediendo a la presión de una vecina y a los razonamientos de mi mamá, de por
qué ya no la podíamos tener. Eso fue hace más de veinte años y hasta el día de hoy,
no puedo ver en la calle a un Siberian Husky o Alaska Malamute, sin sentir
tristeza por haberme deshecho de mi Natasha. Ésa es la única de todas mis
acciones de la que me arrepiento real y profundamente, y de la que siempre me
arrepentiré.
Me
acordé también de un día, hace varios años, en el que mientras
circulaba sobre Patriotismo, vi de repente cómo los coches que iban frente a
mí, se hacían hacia los lados, como si buscaran evitar algún obstáculo. Cuál no
fue mi espanto cuando vi que lo que había a media avenida era un perro negro, tumbado pero vivo. Como pude, me orillé y después de esperar a que se pusiera el alto, corrí
hacia donde estaba el perrito. Se veía joven pero era grande de tamaño y a
todas luces no podía levantarse ni caminar.
De la
nada apareció junto a mí un señor, un "teporochito", como les decimos aquí en
México a quienes viven en un estado casi constante de ebriedad, y así, todo chaparrito, flaquito y tambaleante, me ayudó a cargar al
perro y a meterlo a mi coche. A cierta altura del rescate, me dijo: “En esta
vida, todos somos un perrito callejero”.
¿Qué
tendrán los perros, y los animales en general,
que tarde o temprano, a todos nos poner a filosofar?
¿Qué
tanto de nuestro propio sufrimiento y de nuestras propias sensaciones de
desamparo y carencia vemos reflejadas en su perpetua condición de vulnerabilidad?
Les
puedo decir que éste es un tema que he tocado muchas veces en mis sesiones de
terapia.
Pero
más allá de nuestro dolor, el de ellos también es real e intenso.
Hasta cuándo,
me pregunto, seguiremos viviendo y transmitiendo a los más jóvenes esta visión
del mundo, según la cual, toda la creación existe únicamente para que
usufructuemos de ella, sin ninguna necesidad ni obligación de nuestra parte de
cuidarla, de respetarla, de amarla.
¿Cuánto
tiempo más seguiremos ciegos al milagro que es nuestro planeta, con su
increíble biodiversidad?
¿Hasta cuándo seguiremos tan convencidos de que
nosotros somos la especie civilizada y superior, cuando a diario nos llueven
pruebas de que las cosas más bien son al revés?
No debe
ser coincidencia que todos nacemos, todos morimos, todos sentimos y sobre todo, todos amamos la
vida y nos aferramos a ella. ¿Realmente necesitamos algo más claro que eso para entender que nuestra condición es la misma y nos hermana con todo ser vivo?
Hace
muchos años, en un libro llamado “¡Vivan los animales!” del filósofo español
Jesús Mosterín, leí cómo surgió la especie canina. En tiempos inmemoriales,
cuando nuestros ancestros vivían en cuevas, el olor de lo que cazaban a veces
atraía a los lobos. Dentro de la jauría, había individuos más dóciles y éstos
empezaron a interactuar con nuestros antepasados y a acompañarlos, llegando a
volverse parte de su grupo.
Estos
lobos más mansos, al reproducirse, fueron creando una especie que con el tiempo
se fue alejando de sus orígenes y dio nacimiento a lo que hoy son los perros. Realmente, desde la noche de los tiempos, han
sido nuestros “mejores amigos”. Cabe preguntarse por qué lo siguen siendo, si desde
hace milenios saben cómo somos.
Tal vez
sea por personas como las que socorrieron a mi Alpu, como mis amigas que me
ayudaron a reencontrarlo, como los veterinarios, los voluntarios y quienes cada
día buscan conscientizarse un poquito más sobre la responsabilidad que tenemos
todos en hacer que este mundo sea más acogedor, menos agresivo y peligroso para
TODOS los seres que en él nacen y viven.
Por
suerte, en nuestra especie también hay individuos dóciles y mansos. En ellos
está depositada mi esperanza.
Les
comparto a continuación un poema de Manuel Benítez Carrasco, que leí por primera vez hace tiempo. Lo encontré
en una antología, realizada por Tere Aviña, a quien conoció mi ex esposo, en
los tiempos en los que ella presentaba, acompañando a José Gutiérrez Vivó, el noticiero
de la mañana en Radio Red. Espero que les guste tanto como me gustó a mí. A los
que han tenido uno o varios “perritos cojos” en su vida, seguramente les
encantará.
Por supuesto, va
dedicado a mi Alpu, a quien a estas alturas seguramente ya le habrán dado un par de riñones
nuevos en el “cielo de los perros”; sólo queda la duda de si fueron “de
oro, de plata, o de escarcha”.
El perro cojo
Con una
pata colgando,
despojo
de una pedrada,
pasó el
perro por mi lado,
un
perro de pobre casta.
Uno de
esos callejeros,
pobres
de sangre y estampa.
nacen
en cualquier rincón,
de
perras tristes y flacas,
destinadas
a comer
basuras
de plaza en plaza.
Cuando
pequeños, qué finos
y
ágiles son en la infancia, baloncitos de peluche,
tibios
borlones de lana,
los
miman, los acurrucan,
los
sacan al sol, les cantan.
Cuando
mayores, al tiempo
que ven
que se fue la gracia,
los
dejan a su ventura,
mendigos
de casa en casa,
sus
hambres por los rincones,
y su
sed sobre las charcas.
Qué
tristes ojos que tienen,
qué
recóndita mirada,
como si
en ella pusieran
su
dolor a media asta.
Y se
mueren de tristeza
a la
sombra de una tapia,
si es
que un lazo no les da
una
muerte anticipada.
Yo le
llamo: psss, psss, psss.
Todo
orejas asustadas,
todo
hociquito curioso,
todo
sed, hambre y nostalgia,
el
perro escucha mi voz,
olfatea
mis palabras
como
esperando o temiendo,
pan,
caricias… o pedradas,
no en
vano lleva marcado
un mal
recuerdo en su pata.
Lo
vuelvo a llamar: psss, psss.
Dócil a
medias avanza
moviendo
el rabo con miedo
y las
orejitas gachas.
Chasco
los dedos; le digo:
“ven
aquí, no te hago nada,
vamos,
vamos, ven aquí”.
Y adiós
la desconfianza.
Que ya
se tiende a mis pies,
a
tiernos aullidos habla,
ladra
para hablar más fuerte,
salta,
gira, gira, salta;
llora,
ríe, ríe, llora;
lengua,
orejas, ojos, patas
y el
rabo es un incansable
abanico
de palabras.
Es su
alegría tan grande
que más
que hablarme, me canta.
“¿Qué
piedra te dejó cojo?
Sí, sí,
sí, malhaya”.
El
perro me entiende; sabe
que maldigo
la pedrada,
aquella
pedrada dura
que le
destrozó la pata
y él,
con el rabo me dice
que me
agradece la lástima.
“Pero
tú no te preocupes,
ya no
ha de faltarte nada.
Yo
también soy callejero,
aunque
de distintas plazas
y a
patita coja y triste
voy de
jornada en jornada.
Las
piedras que me tiraron
me
dejaron coja el alma.
Entre
basuras de tierra
tengo
mi pan y mi almohada.
Vamos,
pues, perrito mío,
vamos,
anda que te anda,
con
nuestra cojera a cuestas,
con
nuestra tristeza en andas,
yo por
mis calles oscuras,
tú por
tus calles calladas,
tú la pedrada en el cuerpo,
yo la
pedrada en el alma
y
cuando mueras amigo,
yo te
enterraré en mi casa
bajo un
letrero: “aquí yace un amigo de mi infancia”.
Y en el
cielo de los perros,
pan
tierno y carne mechada,
te regalará
San Roque
una
muleta de plata.
Compañeros,
si los hay,
amigos
donde los haya,
mi
perro y yo por la vida:
pan
pobre, rica compaña.
Era
joven y era viejo;
por más
que yo lo cuidaba,
el
tiempo malo pasado,
lo dejó
medio sin alma.
Y
fueron muchas las hambres,
mucho
peso en sus tres patas
y una
mañana, en el huerto,
debajo
de mi ventana,
lo
encontré tendido, frío,
como
una piedra mojada,
un duro
musgo de pelo,
con el
rocío brillaba. Ya estaba mi pobre perro
muerto
de las cuatro patas.
Hacia
el cielo de los perros
se fue, anda que anda,
las
orejas de relente
y el
hociquillo de escarcha.
Portero
y dueño del cielo, San Roque en la puerta estaba:
ortopédico
de mimos,
cirujano
de palabras,
bien
surtido de intercambios
con qué
curar viejas taras.
“Para
ti… un rabo de oro;
para
ti… un ojo de ámbar;
tú, tus
orejas de nieve;
tú… tus
colmillos de escarcha.
Y tú –
mi perro reía-,
tú… tu
muleta de plata”.
Ahora
ya sé por qué está la noche agujereada:
¿Estrellas…
luceros? No,
es mi
perro cuando anda…
Con la
muleta va haciendo
agujeritos
de plata.
¿Y tú? ¿Has tenido el amor de un animalito? ¿Qué regalos te dio su compañía?
Encuéntrame en Instagram: manzana_iridiscente12
O escríbeme a theiridescentapple@yahoo.com
Si te gusta leer en inglés, te pueden interesar los textos que publico en mi otro blog theiridescentapple.blogspot.com
Si te gusta leer en inglés, te pueden interesar los textos que publico en mi otro blog theiridescentapple.blogspot.com
Fotos:
1.Alpu pocos días antes de morir
2. Alpu y Frida, después de una caminata.
3. La foto que me tomó la persona que rescató a Alpu
4. Mi hijo, disfrutando la compañía de Alpu y Frida.
5. Alpu, recuperándose de un pequeño corte que le hicieron para extirpar un pequeño tumor.
4. Mi hijo, disfrutando la compañía de Alpu y Frida.
5. Alpu, recuperándose de un pequeño corte que le hicieron para extirpar un pequeño tumor.
6. Alpu y Toby, intercambiando camas.
7. Alpu, perrito suertudo y consentido.
8. Alpu, a pocos días de morir.
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