De muerte, vida y fe




De muerte, vida y fe


Qué bonita es la fiesta de muertos... Aunque haya quienes la confundan, la mezclen o la sustituyan por Halloween, y a pesar de haberse ella misma vuelto bastante comercial en últimos tiempos, sigue siendo una cosa maravillosa. Hoy pensaba que se necesita ser un pueblo con mucho carácter y osadía, ahora sí que muy aventado, para plantársele enfrente, nada más ni nada menos que a LA MUERTE, vestirla y pintarla de colores vivos y tutearla con toda la confianza del mundo, como si fuera una más de nuestras comadres.

¿Y no será así realmente? Me lo pregunto.

No cabe duda que la muerte nunca deja de ser una ruptura, un tajo, un shock, un asalto que paraliza la lógica y  abruma el corazón. Aunque sea lo más natural del mundo, la muerte rara vez nos parece algo natural; mucho menos cuando es la de un ser querido. Y bueno, nuestra propia mortalidad… Nos resulta impensable…

Hace unos días estuve en el Kiosko Morisco, en la Santa María la Ribera, aquí en la Ciudad de México. Todo el kiosko lo habían llenado de obras de arte alusivas a estas fechas tan mexicanas; ya se imaginarán… Catrinas, cruces, efigies de santos, y por supuesto naranja cempasúchil por todos lados… La impresión era de alegría, mucho más de alegría que de pesar o miedo.

Sin embargo, a todo lo largo de  uno de los pasillos de la plaza que llevan hasta el kiosko, habían instalado un altar diferente: fondo amarillo, decenas de zapatos, sandalias y botas, todas pintadas de rosa, no rosa pálido, sino más bien tirándole al rosa intenso, casi chillón, rosa mexicano, decenas también de cruces blancas, y en el centro de cada cruz, una foto; jovencitas, niñas, mujeres mayores, pero en su mayoría, adultas jóvenes, bonitas, mirando risueñas y/o coquetas a la cámara. Cada cruz, cada calzado, representantes de una mujer asesinada, con violencia, en los últimos años, en México, nuestro México bello y misterioso, horrendo y crudo…Como la vida y como la muerte.





Pensando en ese altar rosa, que no es más que uno de los mil rostros de la violencia insensata, del odio visceral, de la ignorancia más profunda que se viven aquí y en el mundo, se me ocurrieron varios temas para discutir, varios ángulos, unos psicológicos, otros sociales, algunos políticos… Pero terminé decidiéndome por una reflexión más personal no sólo sobre la muerte y el lado absurdo de la vida, sino también sobre el tema de la fe, que no sé si fe sea el término exacto, pero bueno…

No es nuevo el hecho de que mucha gente renuncie no sólo a formar parte de alguna religión establecida, sino también a cualquier tipo de espiritualidad, ante las atrocidades que han sucedido, suceden y sucederán en nuestro mundo, en nuestras comunidades e incluso a veces, en nuestras propias vidas. El razonamiento tras la decisión de tapiar/cancelar toda un área de lo que es la experiencia humana va, las más de las veces, más o menos así: “¿Cómo puede haber un Dios cuando hay tanto mal? ¿Qué clase de Dios podría permitir que sucedan cosas así?

Desde este punto de vista, desde estos ojos abiertos a fuerzas por el dolor y la desilusión más profundos, la postura de quienes creen en algo parece pura ingenuidad, si no es que pura estupidez, en el mejor de los casos, se le ve como el resultado de un proceso de pensamiento muy superficial.

Aunque no estoy en desacuerdo con esta apreciación de la fe, o de por lo menos ciertos tipos de fe, mi punto de vista muy personal es el de que, aunque es totalmente comprensible y respetable, la postura de total rechazo a la religión institucionalizada y/o a cualquier tipo de espiritualidad, también denota cierta superficialidad, tal vez más que de pensamiento, de experiencia y/o de percepción. Me lo imagino como alguien que tras recorrer un largo camino, se depara con que el único puente que le permitiría cruzar un ancho río ha sido destruido por una tormenta… En vez de buscar alguna otra manera de cruzar para poder seguir su camino, se da la media vuelta, y se regresa por donde vino, convenciéndose a sí mismo y a quienes se cruza, que, después de todo, en el otro margen del río, “no hay nada”.

En esta vida, todos, en mayor o menor grado, sufrimos golpes, pérdidas y decepciones. Pero nada como la muerte, en toda su ineluctable realidad, para hacernos pensar, preguntarnos, aunque sea solo por unos cuantos instantes “de debilidad”, ¿Qué es la muerte? ¿Habrá algo después de la muerte? ¿Volveré algún día a ver a quien(es) tanto amé/me amaron? ¿Habrá justicia en la muerte: castigo para los “malos”, gloria para las víctimas?, ¿Habrá redención, y si sí, qué clase de redención, que no caiga en la injusticia?…Nada como la muerte para resquebrajar nuestras teorías y argumentos (y nuestra negación) más “sólidos” y arraigados.

Supongo que lo que quisiera decir yo en estas fechas, según mi experiencia muy personal, son dos cosas:

La primera es que si lo que buscamos es una respuesta total y definitiva, que aleje para siempre todas las dudas y la incertidumbre que generan esas mismas dudas, la realidad es que no la vamos a encontrar. Dudas, preguntas, incertidumbre, miedo, pesar, tristeza… siempre existirán, porque la vida, la muerte, Dios… son un misterio y siempre lo serán. A final de cuentas, ¿qué clase de enigma serían, si los pudiéramos descifrar con nuestra inteligencia/comprensión limitada?  Un enigma muy chafa, diría yo… 

Una “fe” madura tolera la incertidumbre, tolera e incluso le da la bienvenida a las preguntas, incluso a las que no tienen respuesta… Todas las religiones, aun las más antiguas y “respetables”, por lo menos a cierto nivel, se comportan igual que la peor de las sectas, al sacar provecho de la fe cuando es inmadura. Cuando nuestra fe es “niña” por así decirlo, lo que quiere es seguridad y esa seguridad la busca, y la encuentra, en las “autoridades” que le dictan qué pensar, qué creer y cómo actuar… De ahí los dogmas y las reglas…

En cambio, una fe más “curtida”, puede prescindir de autoridades externas. Se vuelve una fe, que no es “fe” porque cree, sino porque ha experimentado personalmente, profundamente, lo que dicen las religiones en su esencia, más allá de las reglas y los dogmas. Y el fruto duradero de esa experiencia es una certeza que, como dice el evangelio, sobrepasa todo entendimiento; la certeza  de que en el fondo, todo es Bien y todo es Amor.  

Certeza, dicho sea de paso, que no necesariamente responde a todas las preguntas concretas y “apremiantes” que podamos tener, ni (contrario a la creencia popular) tampoco nos libra de las penas, los golpes y las desilusiones de esta vida, aunque sí nos fortalece porque nos ensancha el corazón y también la mente.

Lo segundo que quiero decir es que, igual en mi experiencia, se aprende algo, o mucho, de la muerte, en la vida, viviendo nuestra vida tal y como es, en sus mínimos detalles, en la rutina, en el cansancio, en la tristeza, en la desesperación, y claro, también en las alegrías, las pequeñas y las grandes, las cotidianas y las extraordinarias, en la felicidad, en el entusiasmo, en la esperanza, en el amor…

 En el amor, en todos sus colores, matices y texturas, con la disposición de, como dicen los cuáqueros, HACER TODO LO QUE EL AMOR NOS DEMANDE…

Tal vez, la meta no sea algún día acabar con el mal; con los feminicidios, los niños que mueren por hambre porque los adultos a su alrededor no pueden dejar de pelear, la destrucción ciega de la naturaleza… Tal vez lo que el amor nos demanda es mantener encendida en nosotros, en nuestras comunidades y en general en el radio de acción, chico o grande, que tiene cada uno de nosotros, esa luz de amor, de paz y de bondad, para que en este mundo, además del mal, también exista el bien… Tal vez lo que el amor demanda de nosotros no sea vencer de una vez por todas, pero sí oponer resistencia, hoy y siempre.

Haciendo eso en vida, no creo que necesitemos preocuparnos mucho por la muerte.

¡¡¡OJO!!! Se aprende mucho más y mucho más rápido, sobre la muerte, la vida y cualquier otra cosa, si se anima uno a soltar, aunque sea un poquito, las creencias, los argumentos y las explicaciones a las que nos aferramos como si fueran un salvavidas…

Como dice el cuento sufí: en ciertos temas, la luz del intelecto es como una linterna en plena luz del día; no ilumina nada. Más bien, a veces puede empañar nuestra visión, como unos lentes manchados.

Asimismo  sucede con las reglas y los dogmas… Seguido se aprende más de lo divino en lo secular, en lo natural, en lo humano que en lo “santo”.
Sobre todo, podemos encontrar lo divino en nuestra vocación verdadera, sea la que sea, siguiéndola, abrazándola, explorándola.

Hace varios años, frecuenté durante un tiempo el centro de meditación del hermano de mi padrastro. No se me ha olvidado algo que dijo en una de las pláticas que daba después de la sesión dominical de meditación.

Dijo que no hay que temer a la muerte porque más que aniquilación es liberación.

¿Cómo lo sabe?... Me preguntarán algunos… Y yo les contesto, no es que lo sepa por experiencia propia, ni porque regresó alguien del más allá a contárselo… Digo yo que lo “sabe” por intuición, por la intuición que es fruto de la certeza que mencionaba yo hace rato; la certeza que sobrepasa todo entendimiento de que, en el fondo, todo es Bien y todo es Amor.

¿Liberación? ¿comadre? ¿capítulo final que explica toda la historia?
Quién sabe...
¿Misterio?
Eso, seguro...

¿Miedo a la muerte?
Despertaré de otra manera,
Tal vez cuerpo, tal vez continuidad, tal vez renovado,
Pero despertaré.
Si hasta los átomos no duermen, ¿por qué habré de ser yo el único que duerme?

Fernando Pessoa





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Créditos de la última fotografía ( en unsplash.com): George Kourounis

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