Sobre ser lo más importante en la vida de alguien, no quedarse a medio camino, dejarse transformar y claro está, en este día, sobre mujeres y lo femenino...



Sobre ser lo más importante en la vida de alguien, no quedarse a medio camino, dejarse transformar y claro está, en este día, sobre mujeres y lo femenino.

No tenía planeado subir un nuevo post esta semana, pero hace rato me acordé de un texto que escribí hace algunos años, a pedido de Miguel Ángel Solórzano, pastor de la iglesia que frecuento, quien me invitó a compartir con la congregación un mensaje, con motivo de la conmemoración del Día Internacional de la Mujer, privilegio que aún hoy le sigo agradeciendo. 

Quienes me conocen saben que no soy mucho de hablar de Dios, y mucho menos en el contexto de alguna religión en especial. Estoy convencida que todas las religiones son como una moneda, es decir, que tienen dos caras. Mientras una de ellas resguarda los secretos y misterios de la vida, condensados en ideales de amor, unión y respeto a la creación en todas sus manifestaciones, la otra es la semilla del fanatismo, de la exclusión, de la ignorancia y de la violencia más horrendos, en parte porque suceden y se fomentan "en nombre de Dios".

Mis amigos más cercanos  saben que no considero que  tener una religión o frecuentar una iglesia sean algo indispensable para tener una vida espiritual rica. Sin embargo, estas personas también saben que, desde hace unos nueve años, soy miembro de una iglesia luterana, a la que llegué por azares del destino y que esa comunidad está conformada de personas a las que quiero y admiro profundamente. 

Mis argumentos para seguir siendo parte de esta iglesia cuando desde varios puntos de vista, dejar de ir  aparentemente me simplificaría la vida, son: primero,  que voy por la gente; porque los quiero, porque sé que me quieren, pero también que me necesitan y yo a ellos. Y segundo, porque es una iglesia única, o si no única, por lo menos de una especie que a veces parece estar en vías de extinción (aunque sé que no es así), en el sentido de que no abundan iglesias cuya interpretación de los libros sagrados y de las tradiciones se traduzca en amor, inclusión, apertura y respeto palpables, HACIA TODOS.

A pesar de nueve años ya de frecuentar una iglesia que, como todas las iglesias de la Cristiandad se basan en la Biblia, admito que, como decimos aquí en México, le sigo teniendo "respeto" (por no decir cierta desconfianza) a dicho "libro". Digamos que tantos malos intérpretes, del pasado y de hoy, le han dado mala fama desde mi punto de vista...Es por eso, en parte, que mi visión de  Dios y de lo sagrado/misterioso/mágico de la vida, tiene mucho más que ver con una búsqueda personal y con instantes de  conexión directa con "el brillo secreto de todo", que con intentar seguir los preceptos de  textos que las más de las veces siento ajenos a mi experiencia, cuando no de plano incomprensibles y desorientadores.

Sin embargo, hay momentos, sobre todo cuando escucho y observo a personas que le han dedicado su vida, no sólo al estudio de este libro, sino sobre todo a la práctica, ahora sí que de "lo que dicen que dice", en los que me pregunto si no me estaré perdiendo de algo muy valioso al no "entrarle" más al tema de la Biblia. En efecto, son personas cuya existencia se traduce, día con día, en  amar y  respetar al otro, y no en lo abstracto, sino en realmente luchar por el bienestar de los demás, incluso a veces, con costos personales altos. Pero bueno, como dicen, ésa es otra historia...

Supongo que esta introducción es con miras a que, quienes le tengan "respeto" o de plano aversión a todo lo que tiene que ver con el tema de la religión, no se desanimen de leer este texto. Quiero creer que me sitúo en la cara de la moneda en la que está lo bueno, lo que une y unifica, no sólo a las distintas tradiciones religiosas del mundo, sino sobre todo, a todos los seres humanos y a toda la creación. Y quiero creer también que este texto refleja dicha visión y dicho anhelo. 



Quisiera agradecer de corazón la apertura y la disposición tanto del Pastor Miguel, como de la Congregación, de que miembros de nuestra iglesia, tengamos de vez en cuando, la oportunidad de compartir algún mensaje acerca de temas y vivencias que para nosotros son importantes, en el espacio que normalmente se destina al sermón del pastor.

Para mí, esta oportunidad representa una gran alegría y un reto nuevo. Por eso mismo, antes de empezar, le pido a nuestro Dios que me guíe y nos guíe durante esta reflexión.

El sábado antepasado, entre un evento del Comité de Jóvenes y la preparación de donas para ofrecer a la congregación al día siguiente, el Pastor Miguel Ángel me dio un espacio para venir a platicar sobre esta reflexión y sobre las distintas formas en que se podría abordar el tema del día internacional de la mujer. Surgieron muchas ideas y aunque todas me parecían importantes e interesantes, en cuanto leí el pasaje de la primera carta de Pablo a los corintios, que constituye la segunda lectura para el día de hoy, mi mente y mi memoria viajaron hacia el pasado, exactamente al 12 de diciembre de 2008, día en que nació mi hijo. Ese día fue y sigue siendo, el día más feliz de mi vida.

Tuve la gran fortuna de tener acceso a un muy buen hospital y de que me atendieran doctores y enfermeras muy preparados, pero también muy humanos. En gran parte debido a eso, tuve un trabajo de parto y un parto muy rápidos y prácticamente indoloros. Desde que me llevaron a la sala de partos, todo transcurrió para mí, como si estuviera viendo una película; no tanto en cámara lenta, pero sí como con el volumen bajito… Supongo que esas distintas formas de percibir ciertos eventos se deben a algún mecanismo al que recurre el organismo en un intento de tomar cierta distancia, cuando siente que lo invade una ola de sentimientos muy fuertes.

No fue sino hasta que me llevaron a la sala de recuperación, donde calculo haber permanecido durante unas dos horas, que pude vivir, de manera más clara, el sentimiento más intenso que hasta ahora he experimentado: era una mezcla de amor, de alegría, de paz, de gratitud y de asombro, muy profundos…

 Como nunca antes, me di cuenta de que por más que le agradeciera yo a Dios por ese regalo tan maravilloso que me acababa de dar, así como por todas las demás bendiciones que hasta aquel momento había recibido, NUNCA le agradecería lo suficiente, simple y sencillamente porque mi mente y mi corazón humanos son limitados, y dentro de sus limitaciones, no pueden imaginar la magnitud del amor y de la gracia de Dios, que se manifiestan y me dan todo en abundancia, cada segundo de mi vida. Puedo agradecer por lo que percibo, pero ¿cómo dar gracias por algo infinito, si ni siquiera lo puedo conceptualizar?





Asimismo, mientras estaba en la sala de recuperación y pensando en ese bebé que estaba en el cunero, me vino este pensamiento a la mente: “Todos deberíamos ser mucho más amables los unos con los otros, porque todos somos el tesoro más valioso en la vida de alguien, o por lo menos, deberíamos serlo”.

Recordé un poema que había leído hacía algún tiempo. Se llama “La madre de alguien” y es de una autora norteamericana llamada Mary Dow Brine. En resumen, el poema cuenta cómo en alguna ciudad, un día había una mujer ya anciana, que quería cruzar la calle pero no se atrevía, pues el ruido y la multitud la aturdían y le daba miedo caerse ya que la calle estaba mojada y resbaladiza por una nevada reciente.

En ese momento, de un grupo de jóvenes que pasaba por ahí, se desprendió un muchacho que le ofreció ayuda. Después de haberla ayudado a cruzar la calle, el joven regresó con sus amigos y les dijo: “Esa mujer es la madre de alguien; ya está grande y lenta y se ve muy pobre. Yo espero que alguien ayude a mi madre, cuando sea mayor y tal vez pobre, si es que su querido hijo está lejos de ella”. Y el poema termina así: Y esa noche, “la madre de alguien” inclinó su cabeza e hizo esta oración: “Dios, sé bueno con ese noble muchacho, porque es el hijo de alguien, y seguramente es su mayor orgullo y alegría”.

A raíz de ese día, me pasa que esa mezcla de sentimientos (amor, paz, gratitud, asombro y alegría), la siento no sólo con relación a mi hijo, sino en distintas situaciones. Me pasa con mis alumnitos, con los hijos de mis amigas o con los compañeros de clase de mi hijo. Los veo tan inocentes y vulnerables.

Me pasa con mis alumnos adultos, con amigos, con gente de la iglesia, con mi mamá. Veo a esas personas y pienso: “¡Qué increíble que esta persona esté aquí, justo ahora, frente a mí, manifestándose de esa manera que le es única y que, queriéndolo o no, aporta tanto a mi vida!”

Y me pasa también con desconocidos; un chavo en el alto, que por los cinco pesos que le doy, no sólo me limpia el parabrisas (aunque a veces ni siquiera estuviera sucio) sino que me regala una sonrisa franca y una mirada buena, el peatón que al final del día regresa a su casa, igual o más cansado que yo, un perro callejero, que pasa frente a mí, sorteando los coches y todo tipo de peligros…

En esos momentos, de mi corazón surge una oración: “Dios, bendice a ese ser… Acompáñalo en su camino y llévalo a buen puerto…”




Estoy convencida de que en el fondo y en el origen de todas las tradiciones religiosas, está ese objetivo de ayudarnos a darnos cuenta de manera cada vez más clara y profunda, de que todo lo que existe es sagrado. Todo es sagrado e inmensamente bello y valioso porque proviene de Dios.

Me parece que nuestra religión cristiana y  nuestra tradición luterana, nos lo muestran de manera patente. En efecto, lo que predica nuestra iglesia, y lo que predicamos nosotros como miembros de esta iglesia, como lo dice la segunda lectura de hoy, es a Cristo crucificado. Vista desde fuera, la crucifixión de Cristo puede parecer una derrota. Asimismo, predicar a Cristo crucificado, como también lo dice la lectura, puede parecer una locura.

Sin embargo, para nosotros, la crucifixión de Cristo no sólo no es una derrota, sino que representa la victoria más gloriosa que jamás haya existido así como el acto más bello que jamás nadie nunca haya realizado. Y esto porque es el acto de amor por excelencia; se trata de un tipo de amor que nuestra mente y nuestro corazón humanos, en su limitación,  nunca alcanzarán a comprender en su totalidad. 

No sólo provenimos de un Dios que nos dio la vida, que como decía mi papá, “nos dio a cada uno de nosotros un lugar en su creación”, sino que ese mismo Dios nos ama tanto que dio por nosotros la mayor prueba de amor posible, una prueba de un amor tan grande que incluso parece locura: dio por nosotros a su hijo amado. Jesús nos ama tanto que aceptó dar por nosotros su propia vida, a pesar de nuestras fallas, de nuestras limitaciones y aún a sabiendas de que muchos no entenderíamos o entenderíamos de manera muy limitada esa prueba de amor y por lo mismo, no se lo agradeceríamos, o no lo suficiente.

Todos nos merecemos el trato más digno y más respetuoso posible, no sólo porque para alguien somos lo más valioso en esta Tierra, o porque por lo menos así debería ser, sino también y sobre todo, porque provenimos todos de un Dios que nos ama hasta la locura. 

Qué diferentes serían las cosas si pudiéramos vernos los unos a los otros con ojos más amorosos, así como vemos a nuestros hijos o como nos ve Dios y no como tan a menudo vemos a los demás, como nos ven los otros, y como nos vemos a nosotros mismos, es decir, siempre poniendo el énfasis en lo que supuestamente falta. En algunos casos, al parecer nos falta belleza, en otros, inteligencia, en otros, juventud, en otros, riqueza y estatus… En ciertos casos no es que nos falte algo en específico sino que pareciera más bien que de entrada todo salió mal, porque nacimos siendo mujeres y no hombres…

Qué diferentes serían las cosas si a todos nos diera un síndrome parecido al de la “mamá cuervo”, que nos hiciera vernos unos a otros y a nosotros mismos con más compasión, amor y admiración. Dicen que la objetividad es imposible y que los puntos de vista siempre son relativos. Sin embargo, yo creo que la visión que nace del amor sí es absoluta, porque es la visión de Dios.

En la visión de Dios, cada uno de nosotros es bello y único justamente porque es diferente a los demás. Es gracias a  las diferencias que existen en su creación que Dios puede expresar su infinita y milagrosa multiplicidad. Pero nosotros, en nuestra limitación e insensatez, usamos esas mismas diferencias para discriminar, segregar, devaluar, limitar, reprimir y matarnos unos a otros.






Un hombre y una mujer son diferentes pero son igualmente valiosos, bellos y sagrados a los ojos de Dios. Y lo mismo sucede con todas las demás diferencias, como son el color de la piel, la nacionalidad, la edad, el nivel socioeconómico, la religión, la ideología, el grupo étnico, la orientación sexual, entre tantas otras. Para nosotros como cristianos, el que todos valemos lo mismo ante Dios debe ser una convicción profunda y un eje rector en nuestra vida y no tan sólo un discurso políticamente correcto pero hueco. 

Y esto, porque Dios entregó a su hijo por todos nosotros, no sólo por los hombres blancos, cristianos, ricos, con doctorado, heterosexuales y nacidos en algún país de primer mundo. Si para Dios las diferencias son algo bueno, ¿quiénes somos nosotros para convertirlas en categorías que usamos para jerarquizar el valor nuestro y de los demás así como para definir quién tendrá más libertades, oportunidades y privilegios o, al contrario, quién será un ser de segunda clase?

Hoy, día internacional de la mujer, es buen día para que, independientemente de que seamos hombres o mujeres, nos propongamos rescatar en nosotros mismos, las características y actitudes que comúnmente asociamos a las mujeres, como por ejemplo amar la vida, cuidarla, valorarla, ayudarla a que se desarrolle, fortalecerla, defenderla y asombrarse ante ella. Esto es  posible porque, estas características no sólo son “femeninas”; son divinas.


¿Cómo lograrlo? No se trata de “jugar a ser buenos, ni perfectos, ni espiritualmente superiores a los demás”. Al contrario, se trata de reconocer que no siempre somos buenos y que definitivamente no somos perfectos. Se trata de estar dispuestos a entregarle a Dios nuestros prejuicios y certezas, así como el odio, la intolerancia, la envidia y la soberbia de nuestro corazón. Se trata de entregarle nuestra mente y nuestro corazón a Dios y de pedirle que, en su infinita gracia, los transforme y los purifique y los llene con su amor; con ese amor, que de tan profundo e infinito, hasta parece locura.





Lo único que Dios nos pide a cambio de ese milagro es la disposición de dejarnos transformar. Hace algún tiempo leí una frase que dice: “Los dos peores errores que podemos cometer con relación a la búsqueda de lo “real” (o lo sagrado) son no seguir hasta el final y no empezar”.

Cuando decidimos entregar nuestro corazón a Dios para que lo transforme, lo sepamos o no, le estamos permitiendo que lo ensanche y que lo haga más sensible, a lo bueno pero también a lo malo. A veces, al leer noticias del mundo y en especial de México, al escuchar las historias y vivencias de la gente cercana a mí y al recordar o revivir temas difíciles de mi propia vida, le pregunto a Dios: “¿De qué se trata? ¿Cómo es posible que haya tanto dolor, tanta crueldad, tanto egoísmo, tanta injusticia, tanta locura, tanto horror?” 

En esos momentos, es difícil mantener la esperanza y encontrarle un sentido a esta vida.  Sin embargo, también en esos momentos, me acuerdo de esa frase y pienso: “Todavía estoy a medio camino. No me puedo quedar aquí. Tengo que seguir adelante”. Y seguir adelante, para mí, es cada día volverle a entregar mi corazón a Dios, a pesar del dolor, de las dudas y de las incógnitas, y pedirle que quite todas las trabas y resistencias que yo misma le pueda poner y que me siga transformando según su divina voluntad.

Porque, mientras más profundamente nos transforme Dios, más experimentaremos ese amor que parece locura y esa paz que rebasa todo entendimiento, y teniendo eso, lo tenemos todo, incluso la fuerza, el valor, la templanza y la sabiduría para hacer de este mundo un lugar un poco más acogedor para todos los seres de la creación.

Mientras más profundamente nos transforme Dios, más fácil y natural nos será tratarnos a nosotros mismos y unos a otros con el amor y el respeto que merecemos, no sólo porque cada uno de nosotros es lo más valioso en la vida de alguien, sino también y sobre todo, porque cada uno de nosotros es lo más valioso para Dios, independientemente de nuestras diferencias, o tal vez, justamente debido a ellas.


Gracias.      


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Si te gusta leer en inglés, tal vez disfrutes mi otro blog theiridescentapple.blogspot.com, en la que comparto  historias diferentes de las que hay aquí, pero cuya temática y visión son las mismas, básicamente el asombro ante la vida y la alegría profundo de "ser", aquí y ahora .

Créditos fotos (todas en unsplash.com)
1. Ale Vargas
2. Jennifer Bedoya
3. Huyen Nguyen
4. Matthew Henry
5. Mi-Pham

6. Algunas de las mujeres de mi iglesia (mil disculpas a mi comadre por haberte cortado), a las que quiero y admiro muchísimo.
7. Mi hijo en su primera comunión, con sus padrinos, sus papás y sus abuelas.





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