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Viajar

¡Hola!

Ésta va a ser una entrada menos formal y más corta, o por lo menos eso espero. En el post anterior del blog, quedó pendiente la continuación del texto sobre el mal. Pero sucede que acabamos de regresar de un viaje corto a Guanajuato y se me ocurrió escribir sobre lo que este paseo me hizo reflexionar. Pienso además que esto puede ser un buen intervalo entre las dos partes de un tema más bien complejo y doloroso. También es bueno y necesario hablar de temas alegres y más ligeros.

Hoy me cayó el veinte de lo poco originales que somos la mayoría de las personas en cuanto a que los caminos que elegimos en la vida adulta tienden a encontrar su fuente en nuestras primeras experiencias.

Decía Freud que “infancia es destino”, lo que a primera vista, puede parecer una visión un tanto pesimista y limitada de la vida. Sin embargo, mientras más pasa el tiempo, más me doy cuenta de la profunda verdad que encierran dichas palabras.

Desde que mi hijo era muy chico, he tratado de viajar lo más posible con él, dentro de lo que me permiten mis circunstancias actuales y, en últimos años, se ha vuelto  un propósito hacer con él entre tres y cuatro viajes cortos al año a diferentes destinos de México. Siento la urgencia de aprovechar al máximo lo que le queda de infancia, antes de que la adolescencia, con los inevitables cambios que implica, lo empuje cada vez más a seguir nuevos intereses, antes de que viajar con su mamá y su abuela se vuelva la cosa “menos cool” del universo.



Sin contar la semana que pasamos cada año en la playa, en últimos tiempos, hemos tenido estancias cortas en Tequisquiapan, Cholula, Puebla y Guanajuato. Nos la pasamos muy bien y yo, en lo personal, regreso feliz y colmada por  tantas experiencias maravillosas, que no me importa apretarme el cinturón durante meses, limitando salidas y buscando eliminar cualquier gasto superfluo, con tal de poder planear el siguiente viaje.

Curiosamente, no fue sino hasta hoy que me di cuenta , no sólo de que mi opción de viaje corto siempre es, como decimos en México “pueblear”, sino también del hecho de que esta elección de destino  tiene todo que ver con los viajes y paseos que hice de niña.

Mi mamá, como buena extranjera, se enamoró de la belleza de México. Durante mi infancia, primero ella y yo nada más (a veces con familiares que nos visitaban de Brasil), y más adelante, con mi padrastro, visitamos Cancún, Cozumel, Mérida y varios pueblos y ciudades de Michoacán, Aguascalientes, Zacatecas, Guanajuato, Oaxaca, Chiapas y Jalisco. En varias ocasiones nos fuimos en coche desde la Ciudad de México hasta Laredo, para cruzar la frontera y llegar hasta San Antonio o Houston. Se volvió una tradición familiar parar en un pueblo cerca de Monterrey llamado Ciénaga de Flores, para comer machaca con huevo, en el restaurant de la familia García. Recuerdo en especial uno de esos viajes. Nos tocó ver, a lo largo de kilómetros y kilómetros de carretera, cientos, o miles, de  cactus en plena floración, todos adornados con una enorme corona blanca…

Me encantaba todo de esos viajes: la comida típica, la belleza única de cada pueblo, admirar y comprar artesanías, visitar museos y sitios arqueológicos, sin olvidar las largas horas pasadas recorriendo caminos y admirando los interminables paisajes, tan característicos de nuestro México.




Tantos años después, hacemos básicamente lo mismo. Me llena de felicidad el prospecto de retacar cada día de paseos y visitas a museos e iglesias, pero siempre dejando tiempo para no hacer nada en especial, para sentarnos en la plaza principal a ver pasar el tiempo.

En el primer día de este último viaje, mientras comíamos en un restaurant muy sencillo, pero delicioso, mi hijo varias veces me dijo: “Me encanta viajar”. Esto me llenó de alegría, porque es mi deseo inculcarle no sólo el gusto por conocer lugares nuevos, sino sobre todo, hacerle saber que puede recurrir a la magia de viajar durante toda su vida, porque lo que ofrecen los viajes no es nada menos que magia verdadera.

Hoy en día, mis circunstancias dictan que sólo pueda hacer viajes dentro de mi país. Siendo honesta, el único lugar al que me duele no poder llevar a mi hijo es a Brasil, nuestra otra tierra. Supongo que si me lo pudiera permitir, también me encantaría visitar otros lugares. Pero dudo que dejaría de darle prioridad a conocer o revisitar lo más seguido posible, lugares de México.

Algo tiene de muy especial para mí el poder llegar a un lugar nuevo pero en el que al mismo tiempo, sé que voy a encontrar detalles y matices conocidos; la amabilidad de la gente, la creatividad e innovación  en el arte popular y la riqueza de la historia, que con mucho rebasa mi capacidad de retención de fechas y acontecimientos.

Alguna vez, una alumna que en varias ocasiones había visitado la India me dijo que aquel país era “un asalto a los sentidos”. Haciendo el paralelismo con mi México, se me figura que es un asalto, si no a los sentidos, sí a nuestra expectativa de comprender o aprehender fácilmente la multiplicidad de formas en la que se manifiesta su realidad. ¿Cómo puede ser una tierra en la que, de punta a punta,  la gente es tan generosa en amabilidad, calidez y  solidaridad, el mismo lugar en el que se dan a diario atrocidades que superan la más terrible de las ficciones? ¿Cómo puede  una patria en la que abundan  recursos naturales ser una madre que expulsa a tantos de sus hijos porque lo único que les ofrece es miseria? ¿Cómo puede una tierra tan rica en historia, cultura y belleza, no darse a respetar ante vecinos que difícilmente la igualarían, si tan sólo ostentara una postura digna de todo lo que es en esencia?



 A veces pienso en las manifestaciones que a veces se dan en ciertos lugares y momentos, de un patriotismo mal entendido, que lleva a algunas personas a decir que su país es “el mejor país del mundo”, o que su himno es “el más bonito de todos”. A mí me parece que la sabiduría profunda de esta vida dispone todo, y nos ha hecho a nosotros, de tal forma que lo que nos toca conocer de cerca es, por lo menos en la mayoría de los casos, lo que aprendemos a apreciar más profundamente.

El amor por un lugar, un idioma y una historia común, al igual que el amor por una persona, va más allá de qué tan fácil o difícil sea amarlos. Hay amores sencillos y hay otros más complicados. Pensando en este tema, recordaba también una anécdota que me contó hace algunos años otra alumna. Ella es venezolana y ahora vive en México y me platicaba que cuando aún vivía en su país natal que en aquel momento todavía era dirigido por Hugo Chávez, un día tuvo un dolor de muelas muy fuerte y al querer comprar una medicina que le había recetado su dentista, acudió a varias farmacias sin poder encontrarla. Me contó que, aturdida por el dolor tan intenso, empezó a llorar y a maldecir a su país, en el que no era posible conseguir algo  tan simple como un analgésico.

Creo que a quienes amamos a México nos pasa algo parecido. Es difícil amar un lugar cuando nos vemos enfrentados a su lado oscuro, cuando por enésima vez, nos afecta, nos decepciona y nos duele la realidad aparentemente inmutable de sus carencias y defectos. Y sin embargo, lo amamos; porque lo conocemos bien, porque somos parte de él y también porque sabe redimirse en momentos de extraordinaria belleza. En lo personal, a veces, al saber de algún  conocido que ha emigrado o que piensa  hacerlo,  me entra la duda de si debería yo también seguir ese camino. A fin de cuentas siempre tenemos, mi familia y yo, la opción de irnos a Brasil, aunque su situación actual no sea mejor que la de México. Sin embargo, después de rumiar la idea unos días, siempre opto por quedarme, con todo y los problemas, con todo y la parte de mí que se pregunta si no estaré tentando mi suerte. Amo este lugar, así como todo lo que me ha dado. ¿Y últimadamente, quién dijo que amar era fácil?









Más allá de estas consideraciones más bien locales, me gustaría terminar con una reflexión sobre otro aspecto del hecho de viajar, que tiene más que ver con el “brillo secreto de todo”, tema que  busco sea el hilo conductor en todos los posts que publico en mi blog.

Creo que lo que muchos apreciamos de visitar otros lugares es que esto nos ofrece la posibilidad de salir de nuestra rutina, de hacer un paréntesis en nuestras preocupaciones,  hábitos y obligaciones cotidianas. Esto, además de relajarnos, nos permite tener una visión diferente de nuestra vida y, con algo de suerte, nos abre un horizonte nuevo, más simple tal vez, pero mucho más amplio y profundo. Tal vez, admirar la belleza natural y/o la riqueza cultural de algún lugar, la carretera que se extiende a perder de vista ante nosotros, o simplemente, tener tiempo libre en las manos, facilita la percepción del milagro que es en sí estar vivos, no sólo como una mujer u hombre, niño o adulto, sino como la luz que “es”, que siente, que experimenta y por la que pasa el mundo con toda su belleza, sus tinieblas y sus enigmas. Benditos los caminos y los escenarios que nos ayudan a  vislumbrar, más allá del molde en el que nos empeñamos en encuadrar nuestra vida, el misterio infinito que todo lo engloba. Benditos los viajes que nos recuerdan que en donde quiera que nos encontremos, y a donde quiera que vayamos, sólo estamos de paso.

¿A ti te gusta viajar? ¿Qué representa para ti visitar otros lugares?

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