De laberintos, recuerdos y preguntas sin respuesta
De laberintos, recuerdos y preguntas sin respuesta
Llevo más
de tres semanas pensando en esta entrada del blog, sin decidirme a escribirla,
un poco rehuyéndole, un poco dándoles tiempo a las ideas y a los sentimientos
de que se acomoden y se asienten lo mejor posible.
No sé
tú, pero yo tengo ciertos temas recurrentes, en los que siempre pienso, por
épocas más, por otras menos, pero a los
que siempre vuelvo. Se sienten a veces como laberintos internos de los cuales puede
parecer muy difícil, si no es que imposible salir. Por cosas que he leído o
comentado con algunas personas, me parece que se trata de un asunto que se da
más comúnmente en gente introvertida, que tiende a pensarlo todo una y otra vez.
Uno de
mis temas recurrentes, casi obsesivos, es el del mal, específicamente el Mal, con mayúscula.
Una
cosa son los acontecimientos difíciles, dolorosos, incluso a veces trágicos por
los que puede pasar una persona a lo largo de su vida, como por ejemplo, un
divorcio, quedarse sin trabajo, tener broncas de dinero, enfermarse, luchar con
temas de identidad o de falta de
autoestima, perder a un ser querido o al amor de su vida, ser traicionado o
profundamente decepcionado por familiares, amigos u otras personas cercanas, verse
en la necesidad de huir de su tierra natal, perderlo todo en alguna catástrofe
natural, etc.
Por más
terribles que puedan ser estas situaciones, no me cuesta trabajo entenderlas
como parte intrínseca de la vida. Dichas circunstancias no sólo se pueden llegar
a superar en varios casos, sino que incluso abren la posibilidad de que quienes
pasan por ellas, tengan aprendizajes
importantísimos, generen nuevas y mejores estrategias para seguir adelante y
enfrentar dificultades futuras, así como
de que se creen nuevos lazos de amor y de
solidaridad entre las personas y surjan rumbos hasta ese momento inimaginables.
¿Qué sería de la literatura, del cine, y de tantas otras expresiones
artísticas, sin este lado “oscuro” de la vida?
Lo que
me cuesta trabajo digerir, a lo que se me dificulta encontrarle un lugar en la
forma en la que son las cosas es al Mal puro y gratuito, en su más horrenda
expresión, ése con cuya realidad tenemos que lidiar, de alguna o de otra
manera, a poca o mucha distancia, siempre y cuando no nos empecinemos en vivir en una
burbuja color de rosa.
Hace
pocas semanas, recorrió el mundo la noticia de una niña de siete años en
Pakistán, que fue violada y asesinada y cuyo cuerpo después fue encontrado en
un basurero. También se ha estado hablando mucho del médico del equipo femenino
de gimnasia olímpica de Estados Unidos, quien durante años abusó sistemáticamente de las atletas,
con la complicidad y el encubrimiento de técnicos y representantes de entidades oficiales.
Tristemente,
no tengo que ir tan lejos para encontrar ejemplos del Mal en todo su esplendor;
en mi país a diario suceden las peores atrocidades y desgracias: feminicidios,
desapariciones forzadas, redes clandestinas de trata de mujeres y niños,
asesinatos de periodistas, activistas y defensores del medio ambiente, torturas y atropellos,
poblaciones enteras desplazadas por la violencia, pobreza extrema, mujeres que,
a pesar de recibir amenazas de muerte, se adentran en territorios desolados,
buscando y excavando fosas, con la esperanza de encontrar ahí algún resto de un hijo, para
por fin saber qué le pasó y “descansar”.
Todo
esto, sin hablar de la devastación sistemática que estamos causando en el planeta, con lo que implica en
términos de sufrimiento y/o extinción de tantas especies animales.
El
laberinto que mencionaba antes, del que a veces me cuesta avistar la salida,
está hecho de sentimientos de shock y de dolor, así como de la pregunta “¿por
qué?”, ambos elementos renovados con cada horror del que me entero.
Otra
cosa que no deja de asombrarme ni de desconcertarme, es la aparente facilidad
con la que mucha gente a mi alrededor logra mantener tanta barbarie casi
totalmente al margen de su conciencia y de su vida diaria. Tal vez, comentando
la tragedia más reciente, digan algo como: “Sí, ¡qué terrible!”, prontamente cambiando de tema, como si se
tratara de una mala película de terror, que se acabara con sólo
dejar de pensar en ella.
Esto no es necesariamente una crítica; entiendo que cada quien sobrevive como puede en un mundo hostil y peligroso. No es coincidencia por ejemplo que muchos médicos vayan desarrollando frialdad y distancia hacia sus pacientes; de lo contrario, ¿cómo manejar a diario tantas situaciones y emociones que los llevan al límite de su resistencia?
Esto no es necesariamente una crítica; entiendo que cada quien sobrevive como puede en un mundo hostil y peligroso. No es coincidencia por ejemplo que muchos médicos vayan desarrollando frialdad y distancia hacia sus pacientes; de lo contrario, ¿cómo manejar a diario tantas situaciones y emociones que los llevan al límite de su resistencia?
Por
otro lado, también me doy cuenta de la aparente inutilidad de sufrir en cabeza,
corazón y circunstancias ajenas, de ver
mis problemas, sueños y alegrías como envueltos en un velo de frivolidad,
cuando los comparo con lo indeciblemente
monstruoso que sucede a mi alrededor, de sentir tanta tristeza e indignación como un gran peso que casi
siempre cargo a cuestas y que limita mi libertad y me hace la vida más pesada
de lo que amerita mi situación personal,
de no entender cómo en mi vida y en la de otras personas seguido puede ser tan clara la mano de la
gracia que allana el camino y crea posibilidades maravillosas, mientras en la
existencia de tantos, lo que parece abundar son el desamparo y el abandono, de preguntarme, casi todos los días, llena de
inquietud, “¿a dónde vamos a parar?”
Aunque
en momentos de paz profunda, algunos de ellos ligados a la meditación, he
experimentado con gran lucidez esa certeza de la que hablan los maestros
espirituales de que el mundo es perfecto tal y como es, esa “basic okayness” como
le llama Richard Rorh, no por eso dejo de tener esa sensación de shock, de decepción y de tristeza
enormes, ante la realidad de las cosas como son.
Por
otro lado, nunca me deja de sorprender la maravillosa sabiduría de nuestro ser
profundo, ni tampoco las formas tan ingeniosas que éste encuentra de hacernos
saber y entender aquello que nos puede ayudar a elaborar y asimilar situaciones
difíciles y/o a tomar decisiones que pueden traer consigo trasformaciones
poderosas.
En
medio de varias semanas de lidiar de manera especialmente intensa con este
tema; pensándolo, sintiéndolo, en busca de una postura que me pareciera adecuada, entre la indiferencia (blissful ignorance como se le dice en inglés,
o “valemadrismo” como le decimos los mexicanos) y la sensación de parálisis que
a veces me invade, una mañana desperté con un recuerdo vívido en la mente.
Tendría
yo unos cinco o seis años, y estaba con mi papá, en una librería, o más
probablemente, en la sección de libros de algún Sanborn’s, un sábado o domingo
en los que a veces él pasaba por mí. No recuerdo si nada más estaba yo
hojeando el libro o si ya me lo había comprado, pero el caso es que era un
libro, de esos que buscan que los niños pequeños se familiaricen con los
números, mostrando en una página un número y en la otra, la cantidad que éste
representa, ilustrada con objetos
sencillos, como animales o plantas.
Lo único que recuerdo del libro en cuestión es el comienzo, donde aparecían, de un lado un número 1 grandote, y del otro, el dibujo de un perrito, con cara de sentirse muy triste por estar solo (por ser sólo uno). Hasta el día de hoy se me han quedado grabadas la inmensa tristeza y desesperación que me embargaron, al ver a ese animalito tan solo. Era una sensación inmensa, que abarcaba todo mi pecho, todo mi ser. No podía dejar de llorar, mientras le explicaba a mi papá lo terriblemente desolado que estaba ese perrito.
Recuerdo también a mi papá, insistiéndome en que no era cierto, que el perrito no se sentía solo, mientras al mismo tiempo yo estaba convencida de que él no tenía razón, así como de la incapacidad de sus palabras de hacerme sentir mejor.
Lo único que recuerdo del libro en cuestión es el comienzo, donde aparecían, de un lado un número 1 grandote, y del otro, el dibujo de un perrito, con cara de sentirse muy triste por estar solo (por ser sólo uno). Hasta el día de hoy se me han quedado grabadas la inmensa tristeza y desesperación que me embargaron, al ver a ese animalito tan solo. Era una sensación inmensa, que abarcaba todo mi pecho, todo mi ser. No podía dejar de llorar, mientras le explicaba a mi papá lo terriblemente desolado que estaba ese perrito.
Recuerdo también a mi papá, insistiéndome en que no era cierto, que el perrito no se sentía solo, mientras al mismo tiempo yo estaba convencida de que él no tenía razón, así como de la incapacidad de sus palabras de hacerme sentir mejor.
Muchos
años después, estudiando psicología, aprendí lo que son los mecanismos de
defensa y ahora sé que la tristeza sin fin que la niña que algún día fui creía percibir
en la expresión del perrito dibujado, no era más que la proyección de su propio
y profundo desconsuelo.
Al
preguntarme por qué motivo me habría vuelto a la mente ese triste pasaje de mi
infancia, después de años, si no es que décadas, de no pensar en él, me acordé
de una idea que he visto expresada en muchos libros, que ahora identifico como
uno de los mensajes o lecciones que, en su esencia, buscan transmitir las
grandes religiones, pero que leí por
primera vez en un libro de Arnaud Desjardins (mencioné este mismo tema hace
poco en otro post, aquella vez, en palabras de Richard Rorh, pero es
básicamente lo mismo), y que habla de la importancia de aprender a “decirle un SÍ rotundo a la vida
como quiera que se nos presente”, esto es, tanto a lo bueno y maravilloso, como
a lo malo, a lo absurdo y a lo a todas luces inaceptable.
Retomando
lo que decía más arriba sobre la inagotable sabiduría de nuestro ser más
profundo, me quedé pensando en esos dos elementos que esa mañana aparecieron a la orilla de mi
conciencia. ¿Qué me estaría tratando de
decir a través de un recuerdo tan antiguo y de una idea con la que me he topado
una y otra vez en tantos libros?
La
conclusión a la que he llegado, tras reflexionarlo con calma y serenidad, es
por un lado, que mi sensación repetitiva de shock, indignación y desolación
ante el sufrimiento ajeno y los horrores de este mundo nada más es sino el eco
del llanto y del pesar de una pequeña niña ante la realidad de haber perdido
irremediablemente la presencia y el amor constantes de su papá; siendo también
su manera de protestar contra el pobre sustituto que recibió a cambio, es
decir, algunas visitas, esporádicas y cortas, seguidas de un abandono total que
duró más de diez años.
Esta constatación no es nueva en sí; sin embargo, nunca antes había podido retomar
ese recuerdo tan triste y entenderlo como una ilustración más que clara del
origen de sentimientos y actitudes que me acompañan hasta el día de hoy.
Me di
cuenta entonces de que mi incapacidad de
“digerir” o de darle un lugar a tanto horror tiene su origen en una herida infantil, en mi
renuencia a aceptar que de maneras tan distintas, pero todas dolorosas, y en
muchos casos devastadoras, los seres de la creación nacemos vulnerables,
cargando en nosotros la ineludible posibilidad de que se nos lastime, se nos
menoscabe, de que se nos marque de por vida, y de que se nos
destruya.
Juntando
esta reflexión con el tema de decirle un “sí rotundo a la vida”, entendí que mi
indignación y mi dolor, por más válidos y comprensibles que sean, constituyen
sin embargo, una negativa a darle un sí total a la vida.
Y uno
de los problemas que conlleva decirle “no” a una parte de la vida, es que al
hacerlo, inadvertidamente, se le dice no también a aquellas cosas que si
valoramos y amamos. Ahondaré en esto más adelante.
Quiero
aclarar que decirle “Sí a la vida como se nos presenta”, no equivale a que forzosamente nos guste o nos parezca
aceptable lo que nos toca enfrentar, ni a condonar el mal, ni tampoco es un
permiso para desentendernos de él ni de sus consecuencias.
Se
trata más bien de aceptar su existencia, sin exigir entender por qué tienen que
ser así las cosas. Se trata de aceptar que en este mundo hay polaridades de
bien y de mal, así como, entre esos extremos, una inmensa gama de
manifestaciones de estas dos fuerzas.
Cabe
mencionar aquí, que en mi reflexión, también entendí que cuando se trata del Mal, la pregunta “¿por
qué?” no es adecuada, puesto que nunca se le podrá dar una respuesta realmente
convincente e irrefutable, desde ninguna de las disciplinas del quehacer humano.
La
pregunta “¿por qué?” denota un intento de encontrarle un sentido a alguna
situación. Esto porque, pensando en especial en el libro “En busca de sentido”
de Viktor Frankl, el hecho de poder darle un sentido a las circunstancias que
nos toca enfrentar, por más terribles que éstas sean, nos ayuda a
elaborarlas y a encontrarles un lugar coherente en la concepción que
tenemos del mundo y de la vida y por ende, de cierto modo, a veces incluso a superarlas.
Por más
natural e intrínseca que sea a la manera
en que está constituida nuestra forma de aprehender el mundo, la pregunta “¿por
qué?” a veces no hace más que generar un laberinto mental y emocional del que
puede resultar difícil salir.
¿Qué
hacer entonces, cuando no es posible encontrarle un sentido a una situación? ¿Cuándo
el dolor parece no dar tregua?
Se me
han ocurrido varias ideas de cosas que me pueden ayudar a no extraviarme en los laberintos de la mente y del corazón, o
siendo realista, a encontrar más rápido
la salida.
Como ya
me extendí más de lo previsto, voy a presentar dichas ideas en
la próxima entrada del blog, porque conociéndome, esa parte tampoco va a estar
corta.
¿Y tú?
¿Cuáles son tus laberintos? ¿Cuáles son tus estrategias para no dejarte
sumergir por la tristeza, la angustia o el desánimo?
Encuéntrame en Instagram: manzana_iridiscente12
O escríbeme a theiridescentapple@yahoo.com
Créditos fotos (todas en unsplash.com)
1. Eric Ward
2. Jezael Melgoza
3. Soren Astrup
4.Chad Madden
5.Caleb George
6.Ali Yahya
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