De caminos de piedras y del valor de "los poquitos"...
De caminos de piedras y el valor de "los poquitos"...
En mi opinión, no hay
nada que pueda ampliarle a uno los horizontes e incluso cambiarle radicalmente
la manera de ver y entender la vida como la lectura.
Por eso esta Navidad,
además de su control de Minecraft para Xbox y sus zapatos con rueditas, cosas
que desde tiempo quiere tener, Santa le va a traer a mi hijo unos dos o tres
libros, para que los lea, aunque sea a cambio de ganarse tiempo de jugar
videojuegos. Aunque tengamos personalidades diferentes, estoy convencida de que
además de mi presencia, mi amor y mis intentos de ser un buen ejemplo para él,
lo más valioso que le puedo transmitir de mí es el amor por la lectura.
No soy rígida ni metódica
en mi forma de leer; más bien me dejo guiar por mis intereses y si un libro no
me termina de cautivar, simplemente lo dejo. Seguido me siento como Pulgarcito en
el bosque, siguiendo el camino de piedritas, en el que cada una de ellas sería
un libro o artículo, que me lleva a uno más y ése a otro, y así sucesivamente.
Tampoco me considero
una lectora “payasa”, aunque sí requiero un cierto nivel de calidad, y también de
autenticidad; algo que sí no tolero es un autor pretencioso, por más de moda
y recomendado que esté. Leo un poco de
todo; a veces textos complicados sobre asuntos más “profundos”, en especial
sobre mis temas favoritos, espiritualidad, misticismo y psicología, de esos en
los que tengo que hacer pausas frecuentes, para releer casi que frase por frase
y preguntarme si realmente entendí su contenido.
También me gustan la poesía y la “buena”
literatura en las que, más allá del tema en sí, la belleza del estilo por sí
sola te deleita y te hace preguntarte cómo alguien pudo escribir algo tan
armonioso, tan perfecto.
Me interesan también las biografías y las
investigaciones y entrevistas periodísticas serias, en especial cuando son sobre la trágica
realidad social y política por la que está pasando mi país.
Pero igual me
encantan las novelas más sencillas de leer, de las que se antojan para las
vacaciones, o para fugarse un rato de la rutina y de la realidad antes
mencionada; de las que se acaba uno en pocos
días, de tanta curiosidad por descubrir cómo termina la historia, aunque sepa uno de antemano que el final va a ser feliz. Ahorita por ejemplo, estoy muy emocionada
porque en enero sale finalmente en Amazon “Still me” de Jojo Moyes, que compré
en preventa hace unos meses. “Chick lit”
pura, ya lo sé, pero me entretiene y me transporta a lugares y a situaciones diferentes a los de mi vida diaria.
Es mi experiencia la
de que se puede aprender algo de cualquier tipo de libro y/o artículo, así como es posible reflexionar sobre cualquier tema. Asimismo, cada cosa que se lee se puede
asociar con algo más que se ha leído o incluso vivido previamente. Sobre todo,
lo que se lee puede generar cambios interesantes y positivos en "nuestra forma de estar
en el mundo”, como decía una maestra.
Es mi experiencia
también la de que nada como los libros para hacerlo a uno sentirse
verdaderamente parte de este mundo y de la experiencia de ser humano. Como dice
el personaje interpretado por Anthony Hopkins en una de sus películas: “Leo
para saber que no estoy solo”. El cine y la música son maravillosos, pero
cuando te pasa que lees una frase, en la que parece que el autor le está
hablando directo a tu corazón y a tu vida, no hay nada que se le compare, por
lo menos para mí…
Asimismo, pocas cosas
como leer para volvernos más conscientes de realidades que de otra manera, nos podrían
ser casi o totalmente ajenas, y sobre todo, para hacernos mejores personas, más
humanos.
En mis tiempos de
universidad, leí un libro llamado “Vivan los animales”, de un filósofo español
llamado Jesús Mosterín. Esa obra fue la primera que me hizo lanzarme
en un intento de volverme vegetariana. Dejar la carne realmente no me costó
mayor trabajo. Afortunadamente me gustan mucho las verduras, las frutas, las
leguminosas, las nueces, etc. Aunque no digo que no me guste, la carne siempre
fue mi grupo alimenticio menos favorito.
Varios años después,
empecé a leer sobre veganismo y creció aún más mi sensibilidad hacia todo el
sufrimiento de tantas especies, así como a la devastación de nuestro planeta, consecuencias de que usemos a los animales como recursos/mercancías en vez de verlos como seres
sensibles. Cada vez que leo algo sobre el tema, en especial cuando se trata de
abuso y maltrato a los animales, me quedo días pensando en eso, con el corazón
pesado, lleno de tristeza e incomprensión de la saña de la que hacemos lujo, desde nuestra posición de especie dominante en el planeta…
De ahí el conflicto
que fue naciendo dentro de mí. Por un lado, estaba totalmente de acuerdo con
los planteamientos del veganismo. Pero por otro, no lograba que esto se
tradujera como hubiera querido a mis hábitos alimenticios. Como lo mencioné
antes, dejar la carne nunca fue un problema, en parte porque mi mamá desde un
principio me apoyó en mi decisión y hasta se me unió, volviéndose ella misma,
casi totalmente vegetariana y transformando los menús de la casa.
Sin embargo, el tema
de los lácteos y el huevo ha sido mucho más complicado. Como me encanta
cocinar, en especial hornear panes y pasteles, los postres veganos que me
animaba a hacer me parecían pobres
sustitutos para lo que estaba acostumbrada a preparar y a comer. Por otro lado,
como somos mitad brasileños, el estilo de cocina de nuestra casa pide más el
uso del horno, así como de lácteos, para hacer gratinados y otros platillos
cremosos.
Total, llegué al
punto en el que no lograba modificar a largo plazo mis hábitos alimenticios, pero
tampoco podía ya comer sin culpa.
Me encontraba
realmente en una situación en la que, como decimos aquí en México, “ni para
adelante ni para atrás”, cuando por enésima vez, llegó un libro a mi rescate.
Sucedió que en una de mis
búsquedas en Amazon, sobre otro tema, me encontré con una serie de novelas cortas y más bien
chistosas, sobre un pastor cuáquero y su comunidad religiosa, localizada en un
pequeño (y muy tradicional) pueblo de Estados Unidos.
Al principio, me
llamaban la atención las similitudes (en lo bueno y en lo no tan bueno) entre
la comunidad religiosa del libro y la mía. Pero poco a poco, me fui interesando
más por el trasfondo teológico de las historias, es decir, sobre el
cuaquerismo. Hasta entonces, como a la mayoría de la gente, lo único que me traía
a la mente la palabra “Quaker” era el logotipo de la conocida marca de avena.
Mi nuevo interés por el tema me llevó a comprar un libro, luego otro, y después uno más. Y en
dos ocasiones incluso visité “La Casa de
los Amigos” (los cuáqueros se llaman “amigos de la verdad” entre ellos), aquí
en la Ciudad de México y participé en su “reunión para Adoración”. Y lo que descubrí fue maravilloso.
No me voy a extender aquí,
pero ¿sabías que organizaciones tan importantes y respetadas como Greenpeace y
Amnistía Internacional nacieron de iniciativas cuáqueras?, ¿Que en 1947 dos instituciones cuáqueras se ganaron el Premio Nobel de la Paz, por su extensa labor de socorro y apoyo en lugares y momentos asolados por la guerra y la hambruna? ¿O que la práctica
de ponerle a las mercancías en las tiendas un precio justo e igual para todos
los clientes, surgió por primera vez en establecimientos cuyos dueños eran
cuáqueros?
¿Que mientras tanta gente religiosa, de las más variadas denominaciones, se sigue rasgando las vestiduras por el tema de la homosexualidad, en los círculos
cuáqueros (los que siguen el modelo inglés), son bienvenidas, desde hace mucho,
personas gays y transgénero (sin que a cambio tengan que prometer “reformarse”),
porque una de las premisas del cuaquerismo es que la luz de Dios existe en
todos los seres de la creación?
¿O que su reunión para adoración consiste en
sentarse en silencio, atentos a lo que la luz interior les quiera transmitir,
sin tener que apegarse a ningún ritual, ni tampoco profesar ni recitar nada de
lo que no estén verdaderamente convencidos?, ¿Que aunque los primeros cuáqueros eran todos cristianos, hoy en día también hay
cuáqueros budistas, o que son más bien agnósticos en cuanto al tema de Dios?
¿Qué las dudas y cuestionamientos no son vistos como algo negativo?
Pero bueno, regresando
a mi historia, estaba yo leyendo en específico una parte de un libro en la que
el autor relataba una anécdota en la que, al parecer, William Penn, un
aristócrata inglés del siglo XVII, en honor a cuyo padre se le llamó
Pennsylvania a una región (luego estado) de Estados Unidos, se encontraba en un
dilema.
Por un lado, ya había adoptado de lleno el cuaquerismo, que abogaba por
una forma de vestirse bastante austera. Esto a él le costaba mucho trabajo, ya
que, al ser aristócrata, estaba acostumbrado a vestir de manera lujosa y a la
moda, y en especial a siempre llevar consigo su espada, misma que en una
ocasión le había permitido salvar su vida. El porte de la espada era algo
especialmente conflictivo, pues los cuáqueros, de antaño (y los de hoy en su
mayoría), creían en la no violencia.
Agobiado por esta situación, Penn fue a
consultar a George Fox, el “fundador” del cuaquerismo. Y Fox, en vez de
regañarlo u obligarlo a renunciar a su espada, le dio la siguiente respuesta:
“Úsala hasta que ya no puedas hacerlo”. Cuenta la anécdota que poco tiempo después,
Penn dejó de portar su espada.
Este relato tan corto
fue lo que me permitió salir del atolladero en el que me encontraba. Después de
leerlo, dejé de recriminarme por no poder renunciar de tajo a los lácteos y al
huevo y esto, a su vez me permitió dejar atrás mi excesivo rigor conmigo misma,
así como la expectativa de tener una conducta para la cual a todas luces aún no
estaba preparada. Fue sólo a partir de
ese momento que pude empezar a avanzar, logrando hacer cambios que, tal vez
considerados individualmente, podrían parecer mínimos, casi insignificantes,
pero que en conjunto, dieron resultados no despreciables.
Poco a poco, pasé de
tomarme hasta dos tazas de leche al día, a aderezar siempre mi café y mi té con leche
de coco. Igual la sustituí en pasteles, galletas e incluso en algunos platillos
salados.
Para compartir pasteles los domingos después del culto
en mi iglesia, empecé a buscar recetas que, en vez de mantequilla, llevaran
aceite y que como máximo pidieran dos huevos, en vez de los cuatro o cinco
habituales, pero que supieran bien.
Cuando horneo algo
para mí y mi hijo, sustituyo los huevos de la receta por plátano o puré de
manzana. Y cosa curiosa, últimamente he encontrado cada vez más blogs que ofrecen recetas veganas
que quedan muy logradas y que me dejan satisfecha.
Ahora, la verdad es que, como le pasó a William Penn, cada vez me cuesta más trabajo seguir
adelante con hábitos que, aunque fueron adquiridos desde la infancia,
simplemente ya no van con la persona en la que me estoy transformando, no por
obra mía, sino de la luz que todos, incluso por supuesto nuestros hermanos
animales, llevamos dentro.
En cuanto a mi hijo,
no le prohíbo comer carne porque no creo en las prohibiciones, en especial
porque seguido generan justo los resultados que pretenden evitar.
Pero, por
otro lado, trato de presentarle opciones de comida lo más variadas posibles. Así
como que no quiere la cosa, le voy dando a probar mis galletas y pasteles
veganos, sin revelarle necesariamente cómo están hechos hasta que haya
terminado y me haya dicho que le gustaron. Asimismo, ya lo enganché, cuando estamos en
algún café, a que pida sus frappés y chais con leche de coco. Y como desde bebé
le hacía sus papillas con una buena variedad de verduras, hoy entre sus ingredientes
y platillos favoritos están las alcachofas, el cilantro, la ensalada de lechuga
con aceite y vinagre, y las colecitas de Bruselas al vapor (con bastante salsa
Mil Islas, pero bueno, ¡¡estamos hablando de colecitas de Bruselas!!).
Y en pequeñas dosis, trato de irle explicando los motivos por los que no como carne y por los que pruebo recetas con ingredientes diferentes.
Creo que la anécdota de William Penn y George Fox me
ayudó a recordar y a afianzar en mi vida
“el valor de los “poquitos”, como les
llama mi terapeuta: por ejemplo, los diez o quince minutos que reservamos al
día para leer, meditar, hacer ejercicio, o cualquier cosa que nos haga bien,
ponerle a la quesadilla una hebrita de
queso en vez de dos o tres y completar el relleno con frijoles, o compartir en
redes sociales un post sobre la importancia de adoptar (y luego esterilizar) a
tu futura mascota en vez de comprarla.
Y aunque me siga comiendo de vez en cuando mi
dona de Krispy Kreme, o mi buena rebanada de pastel tradicional, ahora me los
como con más gusto y paz de espíritu, porque sé que por cada una de esas cosas, como muchas
otras que están más alineadas, como dicen mis queridos y admirados
cuáqueros, con “lo que el Amor demanda de mí”.
Pensando en todo
esto, el otro día me vino a la mente la parte de la Biblia en la que se narra
cómo una viuda pobre ofrece dos moneditas de cobre de muy poco valor y sin
embargo, Jesús les dice a sus discípulos, que esa ofrenda humilde es mucho más
valiosa que otras, mucho más cuantiosas, porque la viuda dio todo lo que tenía para vivir, mientras otros dan de lo que les sobra.
Tal vez lo que
podemos ofrecer no esté a la altura ni de nuestras expectativas ni de lo que la
situación requiere. Tal vez nuestros actos no sean lo suficientemente
impactantes ni drásticos para que nos permitan colgarnos medallas (“soy crudivegana”,
“tengo tales diplomas”; “corro maratones”, etc.). Pero eso no es lo importante…
Lo importante es que nuestra intención y nuestro esfuerzo por honrar cada vez
más esa luz que todo lo ilumina desde dentro sean genuinos, porque eso los vuelve valiosos. Es nuestra ofrenda; imperfecta tal vez, pero no por eso deja de
ser una ofrenda de amor. Y como sabemos, el amor todo lo transforma; nuestros
actos, incluso los más pequeños, generan posibilidades y escenarios que, de
entrada, ni nos podemos imaginar.
La verdad dudo que
algún día sea yo lo que se conoce como Vegana (aunque uno nunca sabe).
Pero eso ya no me
preocupa. Parafraseando a Krishnamurti, es una pérdida de tiempo y de energía
pelearse con la realidad del momento en el que nos encontramos, de nuestras
circunstancias y limitaciones…Más bien, hay que partir de las cosas como son…
Aunque, por otro
lado, esa aceptación no quita que las cosas, y nosotros también, somos lo que
somos, pero también lo que podemos llegar a ser.
¿Y tú? ¿Qué necesitas
seguir haciendo hasta que ya no puedas? ¿Qué pequeña ofrenda puedes dar hoy?
¿Qué demanda de ti el Amor?
Si te interesa saber
más sobre la increíble sabiduría que guarda el cuaquerismo, te recomiendo el
libro “Being a Quaker. A guide for newcomers.” De Geoffrey Durham.
Encuéntrame en Instagram: manzana_iridiscente12
o escríbeme a theiridescentapple@yahoo.com
Créditos fotos (todas en Unsplash).
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