Lecciones de una enfermedad crónica

Lecciones de una enfermedad crónica


¿Por qué escribir sobre este tema en nuestro tercer día de vacaciones en la playa? Por la simple y sencilla razón de que, aunque se pueden dejar atrás las preocupaciones y ciertos patrones repetitivos de pensamiento  mientras se está de vacaciones, la enfermedad se mete a la maleta, la invitemos o no. 

Desde antes de llegar, ya traía yo muchas ideas de todo lo que quería hacer para aprovechar al máximo estos días en este lugar tan increíble; nadar en el mar  y en la alberca con mi hijo, leer bastante, escribir por las noches en la terraza maravillosa que nos tocó este año, ir diario al gimnasio para hacer media hora de elíptica, admirar el atardecer... 

El  primer día, lo pude hacer todo y cuando finalmente me fui a dormir, me sentía muy feliz y agradecida. Pero al día siguiente, desde que me levanté sentí que no iba a ser un buen día. No tuve fuerzas más que para  bajar al área de la alberca y estar sentada o  acostada en el camastro y me dormí antes de las once de la noche, lo cual para mí, en vacaciones, es temprano.

Cuando finalmente me dieron hace dos años el diagnóstico de Disautonomía ("la enfermedad más común de la que nunca has oído hablar", como la describen en la página  web Dysautonomia International), lo que sentí fue más que nada alivio.

Por un lado, le pude dar sentido a muchas sensaciones y cosas extrañas de mi historia, como por ejemplo, la crisis de migraña que tuve a los ocho años, que duró tres días y por la que me tuvieron que hospitalizar; aquella vez, a los doce años, en que me desmayé, de la nada, mientras caminaba de la cocina a mi cuarto, la vergüenza que sentía, en un viaje que hice a Italia hace muchos años, cuando tomaba el metro en Roma y no podía dejar de sudar profusamente, mientras los demás pasajeros estaban, o por lo menos se veían frescos como una lechuga, y sobre todo, el que  durante mi embarazo haya sentido desde un inicio una fatiga terrible, que me obligó a dejar de trabajar dos meses antes de lo planeado.

Por otro lado, el hecho de por fin saber qué me pasaba trajo la esperanza de que una vez estando bien medicada, me podría sentir mejor, lo cual sí sucedió. Aunque no hay cura y las medicinas eliminan tan sólo en forma parcial algunos de los síntomas, mi calidad de vida  es  indudablemente mejor ahora que antes.

Cabe aclarar antes de seguir que, según lo que he leído y aprendido sobre mi enfermedad, mi caso se podría considerar leve. Por este motivo, me siento muy afortunada, y les tengo  mucho respeto y admiración a aquellos en quienes la enfermedad se manifiesta con más fuerza, y también para quienes los apoyan y cuidan. En efecto, por más benigna que sea la forma de mi enfermedad, no deja de ser un reto casi diario, por lo que me cuesta trabajo imaginar lo que deben pasar quienes tienen síntomas y molestias más severos.

Hace mucho, vi en televisión una entrevista que le hicieron a Halle Berry, en la que decía ser diabética y que acostumbrarse a la enfermedad y aprender a manejarla y a convivir con ella le había tomado unos cinco años.
Eso es lo único que recuerdo de la entrevista, supongo que porque yo pasé, y sigo pasando, más o menos por el mismo proceso. Parecería algo mucho más sencillo de asimilar; vas al doctor, te dicen qué tienes, te indican un cierto tratamiento, implementas dichos cambios y listo. Nada más alejado de la realidad...

Sigo echándole ganas, sigo equivocándome, pero ahí voy. Definitivamente, he aprendido mucho, o por lo menos me quedan muy claras las áreas en las que tengo que trabajar a diario, y creo que toda mi vida. No es fácil adaptarse a una enfermedad pero si algo tiene de positivo, es que te trae lecciones importantes, que van más allá de cómo ayudar a tu cuerpo a sentirse lo mejor posible.

Adaptarme a los ritmos imprevisibles y a las limitaciones de mi cuerpo


Puedo clasificar mis días en tres tipos: buenos, malos y regulares. Estos últimos son los más comunes. En un día regular, aunque puedo trabajar y hacer todas o casi todas mis actividades normales, mi nivel de enegía puede fluctuar desde  bueno a  bastante bajo, según el momento del día, siendo las horas después de la comida las peores. Son muchos y variados los síntomas que puedo sentir en un día regular, desde los más frecuentes como fatiga mental, mareos y agruras, hasta los “estacionales” (olas de escalofríos en brazos y piernas en las noches frías o hinchazón de pies y piernas y salpullido en la piel de la cara en los meses de calor), pasando por  los incomprensibles, como por ejemplo  durante más o menos un mes no poder leer por las noches porque al intentarlo, las letras como que bailaban ante mis ojos, o en otra ocasión, durante unas dos semanas, sentir, cada vez que me acostaba sobre mi lado derecho,  que todo el cuarto daba vueltas, como si estuviera yo borracha.

En días buenos, me siento casi como si no tuviera ninguna enfermedad y mi nivel de energía puede ser muy alto, por lo menos según mis estándares.
En cambio, en los días malos, incluso respirar implica un gran esfuerzo, por lo general tengo que cancelar varias de mis clases, si no es que todas y no hago nada más que  dormir.

Aunque las rachitas de días malos y regulares son difíciles de sobrellevar, creo que lo más difícil es aquel día malo que sucede en medio de una racha de días buenos. Es difícil asimilar que el cuerpo  se pueda “desconchinflar”  de la nada, cuando el día anterior estaba muy bien. En esos casos, a pesar de ya llevar dos años y medio conviviendo con un diagnóstico, simplemente, como se dice en Brasil,  se me hace nudo la cabeza. Me explico: cuando estoy en un día bueno, a veces me cuesta trabajo creer que los días malos son parte de mi vida, por lo que a veces incluso me llego a preguntar si no seré una exagerada. Y al revés, cuando estoy en un día malo, además del malestar físico, tengo que lidiar con la desesperación  de sentir como un hecho  que nunca más voy a poder trabajar.  También me invade la culpa de ver cómo mi mamá ayuda a mi hijo con su tarea, le da de cenar y checa si se cepilló bien los dientes, mientras yo estoy acostada.  En esos días es fuerte el miedo de  “no estar educando bien a mi hijo” porque simplemente no tengo energía  para corregir, ni negociar,  ni explicar. Aunque  mi mente racional sepa que así como hay días malos también hay días buenos, la realidad de la debilidad y malestar del cuerpo aplastan con todo su peso a cualquier posible pensamiento positivo.

Ha sido y es muy difícil ceñirse a lo que el cuerpo puede o no puede hacer según los días. Es un duro golpe al ego, darse cuenta de que la mente y la voluntad sólo van hasta donde el cuerpo se los permita.  Es duro saber que una buena racha se puede terminar en cualquier momento y que por lo mismo, no se puede planear mucho. No es fácil aceptar que cada día es diferente y que lo que hoy fue fácil, mañana tal vez sea imposible. 

De esta realidad de mi cuerpo, creo que he aprendido la humildad de aceptar mis limitaciones y de que las cosas no siempre van a ser como yo quiero que sean por más que haga mi parte, por más que “lo sueñe y lo cree en mi mente” como dicen algunas tendencias actuales de pensamiento. Me ha enseñado a vivir dentro de mis posibilidades, de manera más sencilla, sin gastos superfluos, porque nunca sé en qué momento voy a tener que cancelar trabajo y por ende, ganar menos. 

Fe y confianza


Cuando me siento muy mal y  las sensaciones de mi cuerpo me hacen creer que nunca más voy a estar bien, lo único que me permite salir de ese lugar oscuro es  dar un salto de fe. Fe de que a pesar del malestar, los contratiempos, las pérdidas de tiempo  y de dinero, de las alteraciones en los planes, etc. todo va a estar bien.

 Fe en que se pueden lograr buenos resultados, a pesar de la falta de uniformidad en los esfuerzos. Fe de que una vida es buena y valiosa, aunque los planes seguido se vayan volando por la ventana. La circunstancia de mi enfermedad es una invitación, o tal vez un ultimatum, a dejar de ser el piloto  de mi vida. Más bien es ceder la ilusión de control. Es tener fe  de que no estoy desamparada, de que, aunque no siempre lo sienta, la gracia que me sustenta en todo momento, que nos sustenta a todos, no me deja sola y me va seguir cargando durante los ratos difi ciles y después de ellos. Por eso puedo relajarme, soltar el apego que son la preocupación y la angustia; aceptar que en un día malo, se vale descansar, se vale dormir y se vale no pensar en nada.

Invitación a replegarse en uno mismo


Hace tiempo leí en un artículo sobre Dinamarca que uno de los motivos por los que ese país tiene uno de los mejores niveles educativos del mundo es que el clima, por ser inclemente la mayor parte del año, obliga a la gente a pasar mucho tiempo en casa, leyendo y/o estudiando. Yo veo en los días malos, una invitación similar. Cuando el cuerpo casi no tiene energía para moverse, cuando incluso leer o checar las redes sociales resulta ser un esfuerzo, no queda más que replegarse en uno mismo y sumergirse en las profundidades del ser.  Desde este punto de vista, por más desagradable que sea, el malestar físico de hecho nos allana el camino, elimina distracciones y facilita un contacto con la gracia. 

A veces, mi interacción es más la de una hija con su madre o padre; pido bendiciones, pido protección. En otros momentos, más bien  busco contemplar el silencio y la calma ante los cuales incluso la incomodidad, el malestar y el miedo ceden, y en donde ya no queda claro dónde termino yo y donde empieza esa presencia que todo lo crea, todo lo abarca y todo lo ilumina. Siempre me hacen bien los momentos que paso así.

La gracia brilla a través de todo


Convivir con una enfermedad es una de las circunstancias de mi vida que me han enseñado y comprobado   que hay gracia, alegría, paz y  serenidad  incluso en el dolor, en el malestar,  y en la frustración  no sólo de que  los planes y proyectos se estanquen o cambien, sino  de que el cuerpo no haga lo que uno quiere que haga. También me ha enseñado a querer y a valorar a mi cuerpo, no a pesar de sus limitaciones, sino justamente por ellas. En la cultura actual de veneración a todo lo "fitness", no siempre nos nace aceptar al cuerpo como es,  y no como "debería" o "podría" ser.

Por otro lado, aunque uno de los atractivos que tienen la meditación, el yoga, etc. en nuestros días es la posibilidad que ofrecen de  reducir estrés y mejorar nuestra s r puede y debe ir más allá de la búsqueda de una ganancia personalsere, llámese mayor serenidad o mejor salud. La fuente de nuestro ser nos colma pero no se presta a nuestros cálculos y negociaciones. Nos bendice pero no se deja manipular. No es el medio para alcanzar nuestros fines. Lo que sí nos ofrece es la invitación a renunciar a la ilusión de que tenemos control sobre el rumbo de nuestra vida,   a dejar de pensar que de nosotros pueden venir  las mejores ideas y posibilidades de crecer y aprender,  a no buscar que nuestras acciones siempre generen una ganancia planeada de antemano. De que hay recompensas, las hay, pero nunca las que imaginamos, ni mucho menos como premio a nuestros esfuerzos.

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